Hay ocasiones en que un acontecimiento, o dos, retratan como en un ejemplo el espíritu de una época.
Es lo que ha ocurrido con la indicación que perseguía proteger a los seres acuáticos sintientes (presentada por un diputado del Frente Amplio), la que coexiste con otra iniciativa que se propone ante todo prometer seguridad (planteada por la candidata E. Matthei).
Aparentemente se trata de dos puntos de vista inconmensurables y distintos entre sí y puede parecer algo forzado equipararlos a la hora del análisis; pero cuando el problema se examina más de cerca se descubre que ambos arriesgan, por igual, al menos en el discurso y en los motivos con que procuran ganarse a la ciudadanía, olvidar o ensombrecer o disminuir una concepción de lo humano que es la que ha inspirado a buena parte de las instituciones de que disponemos.
Porque todas las cosas estimables de la vida cívica se inspiran en una imagen de lo humano que es imprescindible mantener vigente y al uso.
Hasta ahora, lo humano se define en buena parte por la capacidad de razonar y, a partir de la racionalidad, diseñar un plan de vida y perseguirlo. A esa característica se le denomina agencia. Lo humano se caracteriza así por la condición de agencia: la capacidad de conducirse a sí mismo en aspectos relevantes de la existencia. Esa capacidad es la que explica la dignidad que nos atribuimos recíprocamente. Ella deriva del hecho de que cada individuo es único porque desenvuelve la existencia animada por un significado que él mismo logra discernir y que es totalmente idiosincrásico. Los derechos humanos —la libertad de expresión, de conciencia e incluso la propiedad— derivan de esa condición.
Esa concepción está a la base de la democracia liberal.
Pero he aquí que, de pronto, la política (con conciencia de ello o sin advertir el riesgo que promueve) parece empeñada en desconocer esos aspectos fundamentales de la existencia reduciendo la condición humana, o arriesgando se la reduzca, a una cuestión puramente animal, a un manojo de pulsiones que es necesario satisfacer y que nos igualan con todos los otros seres: el dolor o el miedo.
Hay algo erróneo en esos puntos de vista que reducen a la ciudadanía a las pulsiones más básicas de la vida.
No se trata de desconocer el dolor o el miedo que nos iguala con todos los otros seres, puesto que no cabe duda de que ambos han de ser objeto de políticas públicas (y es lo que explica que la crueldad deba ser disminuida en todas las esferas del quehacer humano y evitar la violencia); pero es imprescindible no olvidar, especialmente en momentos electorales cuando la ciudadanía está más atenta a lo que se dice, que la dignidad de lo humano descansa en atributos y en experiencias que van mucho más allá de esas pulsiones y sobre los que se erige buena parte de lo que es estimable en las instituciones.
Pero cuando el discurso sustituye la dignidad por la calidad de sentiente (igualando así a un nivel moral al humano con los animales como acaba de hacer ese diputado del Frente Amplio) o cuando la oferta política enfatiza el miedo y arriesga reducirse a la garantía de apagarlo (como dejó insinuado Evelyn Matthei al aconsejar a los candidatos “prometan no más, prometan, porque nada genera mayor adhesión que la seguridad”), el discurso público no se dirige a la parte de ciudadanía que hay en cada uno, sino a esa parte animal que también somos.
Hay, por supuesto, gigantescas diferencias entre esos dos puntos de vista cuando se los observa por el grado en que pueden sintonizar con la ciudadanía; pero cuando se atiende a lo que enfatizan, a lo que subrayan como importante, en ambos se observa el riesgo de dirigir la oferta política no a nuestra condición de agentes capaces de conducirse a sí mismos, sino al animal asustado o dolorido en que a veces nos convertimos.
Vivimos tiempos en que la democracia liberal se ve amenazada. La amenaza no proviene de golpes de mano de minorías enardecidas, ni de ideologías abiertamente totalitarias, ni de asaltos utópicos, ni de programas abiertamente iliberales, sino de esta sensibilidad que se expande en parte de la izquierda y en parte de la derecha y que consiste (a pesar de las diferencias que poseen) en apelar ante todo a eso que los clásicos llamaban nuestra parte vegetativa, en vez de inspirar nuestra parte racional.