No nos engañemos, las declaraciones del fiscal nacional venezolano en torno al caso Ojeda no son simplemente un portazo en las narices de nuestro gobierno. Más que eso, que era totalmente previsible, ellas constituyen un mensaje para los opositores en el exilio: “Usted puede ser el siguiente y nadie hará nada”. El descaro con que se atribuye el asesinato del militar opositor a la intervención de alguna potencia extranjera (supongo que serán Guyana o Madagascar, ya que podemos dar rienda suelta a nuestra fantasía) en colaboración con servicios de inteligencia chilenos es parte de la puesta en escena.
El caso venezolano es un ejemplo más de los amargos frutos que, desde el 1 de enero de 1959, ha dado la revolución cubana en el continente. Es un mal ejemplo que ha impulsado a muchos izquierdistas a considerar que la violencia —el crimen— es una herramienta política más, que debe usarse cuando los caminos de la legalidad y la democracia no resulten expeditos.
Basta ver la situación en Nicaragua, un país en el que apenas reparamos, para darse cuenta de que Maduro no está solo. Sin llegar a esos extremos de criminalidad, la situación de los opositores en Bolivia, otro país que apenas figura en nuestro horizonte, es cada día más precaria.
Todos los sectores políticos tienen su cara fea, pero la de la izquierda latinoamericana se ha hecho particularmente visible en los últimos años, en especial después de la sistemática demolición de imagen que ha sufrido la socialdemocracia por parte de las nuevas izquierdas. En nuestro caso, la víctima fue la ex-Concertación.
Para colmo, se han añadido ciertos ingredientes que complican más el asunto. La corrupción tradicional, al estilo de las bolsas de dólares del kirchnerismo, se ha extendido. A ella se agrega la alianza con el narcotráfico que a algunos gobernantes les permite contar con recursos muy amplios.
Los gobiernos no son solo destinatarios de la corrupción, sino también activos difusores suyos, en la medida en que transforman a los ciudadanos en clientes con toda suerte de dudosos beneficios. Ellos solo se diferencian de la antigua compra de votos en el hecho de que los montos involucrados son considerablemente mayores. Una cosa es prestar auxilio a quienes de manera muchas veces temporal se hallan en situación de grave necesidad y otra muy distinta es destruir la cultura del trabajo, porque esto último es profundamente corruptor. Este sistema le permitió al kirchnerismo mantenerse en el poder por mucho tiempo y en el caso de México es una de las claves del éxito de López Obrador y, ahora, de su sucesora Claudia Scheinbaum.
El caso mexicano es especialmente preocupante. El 80% de la población admite que la seguridad, la economía familiar, la educación y la salud han empeorado o siguen igual luego del gobierno de AMLO. Sin embargo, los partidos tradicionales están tan desprestigiados, y ya se ha creado una situación de dependencia tan grande del gobierno, que se considera necesario darle la oportunidad.
El proyecto de Morena, la agrupación gobernante, no es solo un ejemplo de demagogia. AMLO logró debilitar fuertemente la justicia electoral. Aunque no hay dudas acerca del amplio triunfo de Sheinbaum, no está claro qué pasará más adelante, en el caso de una elección reñida, cuando el organismo controlador no tenga los recursos humanos, económicos y jurídicos para verificar la transparencia de los actos electorales. El control sobre los contenidos de la educación es, por su parte, cada vez más notorio y los niños aprenden desde el principio que hay que derrotar al neoliberalismo en todas sus manifestaciones.
Además, ha establecido, en los hechos, un cuasimonopolio informativo, donde él pone la agenda, y ahora quiere reformar la Constitución, lo que asegurará a la izquierda la posibilidad de moldear el país a su gusto.
¿Qué resultados ha obtenido este modelo de izquierda? Son muy variados. En el caso de México, está claro su éxito electoral, aunque la economía muestra claros síntomas de malestar. En Argentina el modelo kirchnerista produjo tantos daños que la población terminó por elegir a Milei y su discurso de austeridad. En Colombia, Petro está en serios problemas, aunque diariamente explique a los ciudadanos que otros son los culpables de que no hayan llegado a la tierra prometida. Si uno acostumbra a los electores a ser clientes de los beneficios estatales, no puede extrañarse que las emprendan con los gobernantes cuando ellos no resultan suficientes.
En Chile, esta izquierda de cara fea y su desprecio a la institucionalidad también está presente. La vemos en las reacciones de apoyo a Jadue o en la perturbación de las normales actividades de nuestra Universidad de Chile. Para esta izquierda las instituciones no son una garantía de la libertad, sino un obstáculo que se opone al cumplimiento de sus deseos.
Nuestro gobierno mantiene una actitud dura con Nicaragua, ingenua con Venezuela (que nos deja en ridículo) y muestra estar muy influido por el PC. En todo caso, comparados con el resto de los izquierdistas latinoamericanos, nuestros gobernantes parecen Winston Churchill. Además, todavía tenemos instituciones y no faltan autoridades políticas, académicas y religiosas que están dispuestas a cumplir su deber. Pero no nos engañemos: nuestro equilibrio es precario.