A menudo creemos que los problemas que nos acucian, o los enigmas que nos aquejan, cuentan con una respuesta técnica, una respuesta que, derivada de una información suficientemente completa, nos satisfará. A la luz de esa creencia ampliamente extendida, los periodistas, los comunicadores y el público en general convocan a expertos o a quienes fungen serlo, para que digan cómo resolverlos.
Pero se trata de un error.
Porque la vida humana y las sociedades se ven desafiadas por preguntas que no demandan una respuesta técnica —una respuesta derivada del conocimiento disponible—, sino que precisan una respuesta que sea fruto de una deliberación moral.
Por eso se comete un error cuando frente a la pregunta de si es correcto abortar un embrión, se dice que un tratado de embriología nos dará la respuesta (hacia este error pareció deslizarse monseñor Chomali); o se sugiere que ella está contenida en los tratados internacionales (como suelen aseverar los abogados); o que, por no haber una respuesta clara, no queda más que aceptar que cada uno haga lo que juzgue a la luz de sus motivos (la respuesta de sentido común).
Y lo que se dice del aborto se puede decir también de la eutanasia o de la eugenesia.
Ninguno de esos casos que tratan sobre los límites de la existencia pueden ser resueltos por la ciencia (la ciencia no piensa, dijo Heidegger, queriendo decir con ello que ella no contaba con herramientas para resolver los problemas subyacentes de la existencia); tampoco por los tratados (puesto que la pregunta no es lo que ellos establecen, sino si lo que establecen es lo correcto), ni menos por los motivos de cada uno (hay motivos para todo). En cambio, se trata de asuntos que exigen de las personas y de la sociedad un discernimiento moral, es decir, un esfuerzo para identificar las razones que independientes de nuestros intereses individuales nos puedan guiar.
Ahora bien, esas razones no pueden ser equivalentes a lo que cada uno o la mayoría quiere, porque de lo que se trata no es de saber qué prefiere cada uno (eso es relativamente sencillo de averiguar), sino de buscar razones que nos sugieran o indiquen qué preferencias, de entre aquellas que tenemos, son dignas de ser seguidas y cuáles, en cambio, no. En esto último, en la necesidad de contar con una reflexión acerca de nuestras preferencias para discriminar entre aquellas que merecen ser seguidas y las que no, están de acuerdo Aristóteles y Kant, a los que suele presentarse en lados opuestos.
Ese desafío de reflexión moral es el que enfrentan las sociedades cuando comparece en la agenda pública el aborto o la eutanasia o las prácticas eugenésicas o la cuestión de la disforia de género u otra cuestión tan acuciante como esas.
En ninguna de ellas la ciencia provee de una respuesta. La ciencia nos dirá qué es fácticamente posible, nos enseñará lo que es posible de hacer; pero el problema es que no buscamos una respuesta para saber lo que podemos, sino lo que debemos hacer. Sabemos que es posible el aborto en condiciones seguras, sabemos que es posible provocar una muerte incruenta evitando el dolor, sabemos que es posible inhibir tal o cual hormona o corregir la genitalidad, sabemos que es posible modificar el embrión. La técnica responde a todas esas preguntas: ¡sí, es posible! El problema, sin embargo, es que no sabemos si es correcto o incorrecto hacer alguna de esas cosas.
Las sociedades, como las personas, viven a veces atrapadas en problemas materiales cuya resolución les impide detenerse a pensar en otros aspectos de la existencia. Es lo que, algo de exageración retórica, decía Heidegger en 1936. Algún día —escribió— cuando el más apartado rincón del globo haya sido técnicamente conquistado y cuando un suceso cualquiera sea rápidamente accesible en un lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera, incluso allí seguirán resonando las preguntas: ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿y después qué?
Son las preguntas que subyacen en la cultura y que inevitablemente acaban por asomar.
Las sociedades modernas —y para qué decir cuando son democráticas, como ocurre con la sociedad chilena— son sociedades plurales. Y en ellas los individuos poseen preferencias e intereses conflictivos entre sí. Si el libre juego de las fuerzas o el número de los intereses en juego fuera el único regulador de la vida social, entonces no sería posible la cooperación ordenada. Si dijéramos que la decisión de si el aborto o la eutanasia o las prácticas eugenésicas debe estar entregada a cada uno, renunciaríamos a ser una comunidad regulada. La solución entonces consiste en buscar un mecanismo que trascienda nuestros intereses y motivos. Esa es la sugerencia, por ejemplo, de Kant cuando sugiere que un principio moral debe ser universalizable (algo que no es posible si concedemos peso ante todo a nuestros intereses). La tarea de buscar principios que satisfagan criterios como esos pertenece al diálogo que se realiza en la esfera de la cultura y de la política.