Uno de los fenómenos que está ocurriendo en el espacio público y que amenaza con estropearlo —o al menos con desfigurar sus rasgos más estimables— es la irrupción de un tipo de liderazgos frenéticos, exagerados, que en vez de discutir las ideas del adversario, parecen empeñados en sustituirlas por la simple inquina o la caricatura que exonera del esfuerzo de entenderlas y, en cambio, favorece sin más la condena y el rechazo.
Un ejemplo casi paradigmático lo constituye el estilo del Presidente Milei, pródigo en improperios y simplificaciones del adversario, para qué decir el de Trump, quien parece alimentarse de rencillas (sin importar el lugar de víctima o victimario que él ocupa en ella), y en Chile está el caso reciente de José Antonio Kast, quien parece cada vez más decidido a incursionar en esa práctica. Por supuesto la izquierda no está ajena al fenómeno, y si bien por estos días no ha dado ejemplos como los de Kast o Milei, también se ha dejado contagiar por ese virus que induce a emplear el lenguaje para evaporar al adversario, haciéndolo desaparecer tras un simple calificativo (el de facho es el clásico) que cumple la misma función que zurdo, travesti u otras linduras semejantes, para citar las que hasta ahora ha acuñado una parte (no toda) de la derecha.
Es verdad que el lenguaje de la política nunca ha podido evitar la simplificación o la sobresimplificación, o la figura gruesa, tosca, del tipo de aquella en la que acaba de incurrir el Presidente cuando al entregar las llaves de una vivienda comunicó a los beneficiados que no se los estaba enviando a “la selva neoliberal” (¿qué significado puede tener eso salvo el de invitar a adherir a un prejuicio a cambio de la entrega de una vivienda?), y también es cierto que la comunicación masiva exige apelar al prejuicio para ahorrar esfuerzos; pero en el caso del Presidente Milei o del candidato Kast se trata de algo distinto, porque en ellos hay el esfuerzo deliberado por construir poco a poco un prejuicio sobre la base de etiquetar al adversario.
La práctica de etiquetar consiste en reducir las características de un grupo o de un individuo a nada más que una cierta conducta que se estima lesiva o desviada respecto de lo deseable. Así, quien sostiene ideas socialistas o apenas socialdemócratas, es etiquetado de “zurdo”, palabra que resumiría todo lo malo que esas ideas poseyesen. El problema es que esa maldad que la etiqueta resume se traslada muy pronto a la personalidad del individuo o de los grupos así etiquetados, de manera que lo que comenzó siendo un simple rechazo de este o aquel punto de vista o de aquella idea, se transforma por esa vía en el rechazo de las personas que las sostienen, a quienes entonces se supone con ciertos rasgos intrínsecos que la hacen ser zurda (o fascista, o lo que fuera). En otras palabras, el etiquetamiento tiene el problema de que despoja al adversario de su carácter de sujeto que mantiene esa u otra opinión y lo transforma, en cambio, en el simple portador de una identidad personal o grupal que se rechaza.
Bien mirada, se trata de una versión invertida de la política de la identidad. Si en esta los grupos esgrimen para sí o se autoatribuyen una identidad con la que pretenden comparecer al espacio público, en el caso del etiquetamiento esa identidad se atribuye al adversario, al que de esa forma se le enclaustra en una cierta característica que permite, sin más, rechazarlo. Y al igual como ocurre con la política de la identidad, este etiquetamiento del adversario conduce a cancelarlo, en el sentido de excluirlo del debate, puesto que la función del prejuicio que se ha construido es justamente la de exonerar a las personas de dialogar con aquel que es su víctima.
(Ejemplos más dramáticos de esta política reduccionista del etiquetamiento se verifican hoy, a propósito del conflicto entre Israel y Hamas, cuando se acusa a los judíos de todo lo malo e inhumano que ese conflicto revela y a partir de allí se solicita cancelar todo vínculo con ellos y sus instituciones).
¿Puede rendir buenos frutos el etiquetamiento en la política?
A juzgar por el éxito logrado por el hoy Presidente Milei parece que sí, parece que etiquetar al adversario poniéndole en este caso el sambenito de zurdo (como una manera de abreviar todo lo que en él se rechaza) o en otro caso de fascista o de neoliberal (no con afán descriptivo de una idea, cabe insistir, sino con el propósito de etiquetar), es una rendidora estrategia electoral para quien la practica, pero no cabe duda de que daña a las instituciones y a la práctica democrática que exige el diálogo y el intercambio de razones, en vez de las actitudes meramente tribales a que conduce el etiquetamiento del adversario que acaba reduciéndolo a simple destinatario de un prejuicio.
Por eso, Kast y todos los políticos de derecha y de izquierda, sin excepción, debieran recordar que la vida política requiere de una cierta ética mínima que debe orientar cualquier conducta social. ¿Cuál es su regla básica? La formuló Kant: no es correcto disfrutar los beneficios de una institución (en este caso la democracia, pero también puede ser la universidad o cualquier otra) sin hacer lo necesario para que ella se mantenga en el tiempo.
Y ese principio es el que está incumpliendo de manera flagrante la práctica del etiquetamiento.