Desde su fundación se entendió como ciudad capital, asiento de la Gobernación del territorio, sede de la Real Audiencia y, tratándose de la conquista española, como Capitanía General del Reino. Partió como poblado de pequeña extensión, de una pocas cuadras en torno a su plaza mayor, plana y polvorienta, de dimensiones un tanto mayores que la actual y apreciada como centro de reunión. A mediados del siglo XVII, ocupaba la superficie demarcada por el río Mapocho, la Alameda, Plaza Baquedano y la calle Brasil. En la inmediación rural se encontraban viviendas desperdigadas. Contaba con cuatro mil habitantes, aproximadamente.
En momentos de tranquilidad, reinando el silencio y oscuridad en casi todas las calles, el 13 de mayo de 1647, a las 22:30, sus pobladores inesperadamente se vieron remecidos con una violencia inusitada. Era un terremoto de duración angustiante por su extensión que, según cálculos de autoridades, demoró el tiempo que toma “rezar tres o cuatro credos”. Sismo que se sintió desde el río Choapa hasta el Maule, y continuó temblando el resto de la noche. Cayeron los edificios civiles más importantes y numerosos templos. De la catedral quedó en pie solo su nave central de piedra, una parte del convento de San Francisco y su iglesia, aunque la torre perdió su cúpula. También salvó una ermita. El resto de la planta urbana —construcciones de adobe y teja de distintos tamaños— quedó inhabitable, convertido en ruina. Según estimaciones de autoridades, fallecieron entre 600 y 1.000 personas, sin incluir el resultado en las chacras y haciendas. De los heridos no quedó información, por su cuantía y diversidad. Quienes no sufrieron desgracia buscaban parientes y conocidos entre los escombros. Fue una catástrofe funesta que trajo padecimientos de toda índole. Levantar la ciudad demoró un quinquenio y el pánico hizo que se le atribuyera connotaciones muy variadas. Por décadas y hasta siglos fue parte de la tradición santiaguina, desapareciendo gradualmente.
Pero el fenómeno se tuvo en cuenta no hace tanto (2002), por investigadores universitarios especialistas en sismología y geología, interesados en encontrar una explicación a sucesos de la misma naturaleza. El reseñado, por sus características, se estimó posiblemente de grado 8,5 y se pudo conjeturar que su epicentro no fue en la costa chilena, porque, de lo contrario, debiera haber producido tsunamis o inundaciones en riberas del Pacífico, como en el Perú y hasta en Japón. Al respecto, existen registros de otros eventos similares ocurridos en el país que se encuentran en fuentes históricas y en un centro sismológico nipón, que dispone de un catastro sobre sismos y tsunamis, donde figuran otros chilenos, de 1730 y 1960, por ejemplo; nada sobre un maremoto en 1647. Y a partir de los conocimientos que actualmente se disponen, todo ha hecho suponer que se habría ubicado al interior del territorio, poniendo de relieve que la morfología de la cordillera de los Andes, que bordea Santiago, es “controlada” por una falla tectónica sistemáticamente activa, conocida como de San Ramón. Surge así una hipótesis sobre el “terremoto magno”, como se lo llamó.