Sí, es verdad.
No parece muy adecuado, ni está a la altura de las expectativas que desata el rol presidencial (porque la gente, hay que recordarlo, no elige una personalidad, sino que a un político para que ejecute un papel) que el Presidente Gabriel Boric, ataviado con jockey, abrigo y polerón, sugiera resolver la cuestión crediticia pidiendo a los bancos que no sean “coñetes”. Ni la vestimenta informal ni el giro coloquial parecen estar a la altura de las expectativas del rol.
Sí, es cierto.
Pero, bien mirado, el gesto presidencial recuerda, tal vez sin quererlo, una cuestión de fondo que no hay que desdeñar.
Se trata del lugar que cabe a la voluntad en los asuntos colectivos.
Uno de los supuestos de la democracia, una de las creencias, por llamarlas así, que la legitiman y que desatan el entusiasmo y hacen que confiemos y la consideremos como la mejor forma de gobierno, es que ella permite que la vida colectiva se configure desde la voluntad de las personas que la integran. La comunidad en medio de la que vivimos estaría constituida por la voluntad de quienes viven en ella. Buena parte de las instituciones de la vida democrática (el diálogo, la votación, los derechos fundamentales que reconocen igualdad entre los partícipes, la exclusión de la coacción) se justifican porque permiten la formación de una voluntad colectiva que, una vez configurada, esperamos conduzca los destinos comunes. De esa forma, en democracia, creemos, se suprime en la máxima medida posible la heteronomía, es decir, la sujeción a una voluntad ajena (sea que esa voluntad provenga de la naturaleza o de la historia o de otros seres humanos) porque los ciudadanos al someterse a la vida democrática se subordinarían, de alguna forma, a los designios de su propia voluntad. Cada uno al obedecer la ley, al gobierno, o al someterse a las políticas públicas, se sometería a su propia voluntad.
Ese es el sentido, llamémoslo cultural, del ideal democrático: la democracia haría que en vez de obedecer algo ajeno a lo que somos, nos obedeciéramos a nosotros mismos.
En suma, conforme al ideal democrático la voluntad, individual o colectiva, importa. Y esto justificaría la apelación presidencial: son coñetes pero podrían decidir no serlo.
Pero he aquí que, de pronto, se cae en la cuenta de que las cosas no son así, que no es cierto que la voluntad, por más democrática que sea su proceso de formación, sea libérrima o carente de restricciones. Y es que existiría lo que pudiera llamarse el principio de realidad que nos obliga a inclinarnos ante la dureza de las circunstancias: sean estas históricas (lo que tenemos hoy es el precipitado del ayer que no podemos, aunque queramos, cambiar); sociales (la estructura de clases estimularía intereses de distinta índole y apetitos muy diversos); y desde luego económicos (el mercado funcionaría a base de leyes indóciles que no podemos cambiar).
Detengámonos en este aspecto del problema porque él permite avistar un sentido oculto, e involuntario, en las palabras presidenciales.
En la versión más tradicional de las sociedades, ellas se representaban como una pirámide en cuya cúspide estaba el poder político y de ahí para abajo el resto de los quehaceres sociales, religiosos, culturales y, por supuesto, económicos, todos los cuales el poder político podía teledirigir. Pero ocurre que hoy los sistemas exorbitan, exceden en mucho al sistema político, porque mientras este último es nacional, los otros tienden a ser globales, y en cualquier caso indóciles al poder político.
Es lo que ocurriría ante todo con el mercado el que al ser transnacional y el fruto de múltiples e infinitas interacciones (el resultado de la acción humana, pero no el fruto de ninguna voluntad individual observó Hayek, algo parecido a eso de Marx de que los hombres hacen la historia pero no saben la historia que hacen) adquiere la dureza casi física de las leyes de la naturaleza, de manera que en él nada o casi nada depende de la voluntad, salvo la voluntad casi antropomórfica de los precios (como cuando se dice “los mercados esperan tal o cual cosa…” o la “expectativa del mercado es tal o cual otra…” o el “mercado teme aquello…” y así). Así concebido el mercado y la economía que trata de comprenderlo y predecirlo, la voluntad colectiva que es propia de la democracia tiene nada o muy poco que decir.
Por eso cuando el Presidente Gabriel Boric, ataviado de jockey, polerón y abrigo, todo a la vez, le dice a los bancos que no sean “coñetes” no está, como se ha sugerido, demostrando ignorancia acerca del funcionamiento de la economía, está diciendo, de modo involuntario o inconsciente, algo más profundo: interpela o se rebela contra la comprensión que tenemos de la vida social y nos está invitando a pensar si acaso será verdad que la economía se dirige a sí misma, sin que la voluntad importe, y si será verdad que entonces los actores económicos —en el caso de la frase presidencial quienes controlan los bancos— son finalmente irresponsables, porque ellos no harían más que oír y no podrían sino obedecer las leyes del firmamento económico, de manera que no serían ni coñetes ni cicateros, ni pródigos ni dispendiosos, puesto que esas cosas no serían humanas sino un rasgo del mercado.
¿Será así? ¿Será cierto entonces que, sin excepción, cuando decidimos colectivamente nos dejamos envolver en un engaño porque al final la voluntad importaría poco y nada?