El polémico proyecto de ley que tiene por objeto normar el uso de la fuerza por el personal de las Fuerzas de Orden pareció, en sus orígenes, olvidar lo que se necesita para, de verdad, “normar” una conducta. Ahora, amenaza con olvidar la legitimidad que el Estado necesita para emplear la fuerza.
El proyecto original contenía cuatro definiciones, distinguía cinco grados de resistencia a la acción policial y cinco etapas en el uso de la fuerza; establecía cinco principios, seis deberes y prohibía la tortura. No establecía sanción alguna para el incumplimiento de los deberes o para la práctica de la tortura y apenas insinuaba, vía una definición, una eximente de responsabilidad para el uniformado que usaba la fuerza en conformidad a los deberes, aunque sin establecerla. Ni siquiera ligaba las etapas en el uso de la fuerza con la agresión. Como se ha hecho ya una mala costumbre en la actividad legislativa, esos enunciados no eran reglas, sino repetición de estándares internacionales; que, en ese plano, está muy bien carezcan de dientes; pero no en el derecho interno. En este, se norma una conducta cuando se la describe y se le atribuye una consecuencia, sea sanción o premio. No ocurría así en el mensaje original.
Se podría decir que la iniciativa tenía la virtud de elevar a jerarquía de ley lo que ya estaba en reglamentos. Pero el proyecto, al limitarse a orientar y no a determinar la decisión del juez al juzgar el uso de la fuerza, cumplía la misma función que ya debieran cumplir los reglamentos en vigor. Estos obligan a un juez, tanto como una ley. Así, la iniciativa no cambiaba nada.
A pesar de su rápida discusión, el proyecto sufrió en la Cámara un par de cambios relevantes. El más importante es un nuevo artículo que sí tiene dientes. Dispone que se debe presumir que concurre una eximente de responsabilidad penal “respecto del personal policial o militar que, en cumplimiento al mandato recibido, actúa de conformidad con las reglas de uso de la fuerza contenidas en la presente ley”.
La norma, sin embargo, presenta dos deficiencias dignas de atención. La primera es que, para que concurra la eximente, debe estar ya acreditado que el uso de la fuerza cumplió con todas las reglas contenidas en la ley. Eso naturalmente no se presume; debe probarse, y la carga de esa prueba recaerá en el uniformado acusado. Así, la regla no parece agregar nada a las eximentes que ya existen y puede incluso dificultar su aplicación.
El segundo defecto es que la regla no resulta nada coherente con aquella aprobada hace un año en la Ley Naín Retamal, la que también presume eximente de responsabilidad del uniformado “que, en razón de su cargo o con motivo u ocasión del cumplimiento de funciones (…) repele o impide una agresión que pueda afectar gravemente su integridad física o su vida o las de un tercero, empleando las armas o cualquier otro medio de defensa”. Como puede apreciarse, la eximente de la Ley Naín Retamal es mucho más fácil de acreditar. Las circunstancias fácticas pueden perfectamente hacer aplicables ambas leyes. ¿Cuál debiera preferir el juez? La respuesta no es fácil. Hacerles confusa la función a las fuerzas de orden no parece aconsejable.
Las malas noticias rematan con la iniciativa que pretende radicar en la justicia militar el juzgamiento de los ilícitos que se atribuyan a los uniformados. El problema es que los jueces militares son militares en servicio activo, responden a su mando y no gozan de inamovilidad. Es decir, de jueces solo tienen el nombre y el imperio. Mientras eso sea así, la petición de llevar estos casos a la justicia militar implica que la sentencia sea dictada no únicamente conforme a derecho, sino también al interés de la institución a la que pertenece el acusado.
Imaginemos una protesta estudiantil (algún día volverán). Un o una joven resultan lesionados o abusados por un carabinero que usó mal de la fuerza (no podemos descartarlo). Imaginemos por un minuto que se inicia el juicio contra el uniformado frente a un juez uniformado. Lo más probable es que las protestas se multipliquen y hagan más agresivas; que muchas fuerzas políticas digan que eso es una mascarada de juicio y que la propia institución armada pierda legitimidad al juzgar ella el hecho que conmueve a la opinión pública.
El uso legítimo de la fuerza por el Estado necesita cumplir ciertos estándares mínimos. La certeza de las reglas y la del juez imparcial son dos de ellos. En horas que necesitamos reforzar el uso de la fuerza, no la debilitemos.