Hay reformas que cuesta que avancen. A veces porque habiendo quizás un diagnóstico compartido, cuando se entra en el terreno de las propuestas esa mirada común se diluye. Otras veces, porque los cambios que se quieren impulsar afectan a los que hoy están en determinadas posiciones de poder o bien porque los que creen que en un futuro cercano estarán en esas posiciones no quieren que se les apliquen las nuevas reglas. Son todos problemas de origen bastante evidentes y que se reproducen en todas las instituciones, que frente a todo cambio se preguntan “¿cómo me afectaría a mí?”.
Por ello, hay reformas que, para poder llegar a ser aprobadas, más que tiempo, requieren de liderazgo, visión de Estado y perseverancia para hacer avanzar en la práctica política una visión transversalmente apoyada en el plano técnico.
En ausencia de esas virtudes, gana siempre la inercia y pierde el país.
Por eso, de haber voluntad para impulsar desde el Gobierno y la oposición reformas en materia de modernización del Estado, específicamente a la Alta Dirección Pública (ADP) y al Servicio Civil, esa voluntad se debería manifestar ahora. ¿Por qué? Porque si queremos avanzar en hacer cambios más sustantivos en las reglas del juego de los altos directivos públicos, estos deben aplicarse para el próximo ciclo de nombramientos, que masivamente se dan generalmente en los primeros años de un gobierno. Se trata de hacer cambios que estén vigentes al comienzo de la próxima administración y no de la próxima década.
Ya habiendo pasado 20 años desde que se implementó la ADP, se hace necesario reformarla a la luz de la experiencia acumulada. Si bien su implementación definitivamente limitó el poder discrecional de los gobiernos de turno para nombrar los jefes de servicio y en la mayoría de los casos de la segunda línea en su dirección, el sistema mantuvo en su diseño un forado que en gran medida frustra lo logrado en materia de nombramientos: no se limitaron las facultades del Ejecutivo para desvincular personas. Los nombramientos se intentan con criterios profesionales, pero nada impide que se “pase máquina” y se despida gente con criterios puramente políticos.
Prueba de ello es que casi el 90% de los jefes de servicio adscritos y nombrados por la ADP no siguen en sus cargos a diciembre del segundo año de Gobierno. En el caso de la segunda plana, esta cifra es de casi el 60%.
La subsistencia de la arbitrariedad política en la desvinculación de esos cargos significa que, en lugar de ir desarrollando un Servicio Civil estable, experimentado y cada vez más competente, simplemente se gatilla una avalancha de concursos cada vez que asume un nuevo gobierno, resultando imposible además llenar las vacantes en tiempo y forma.
Con ellos se abre espacio a otra figura que desnaturaliza el sistema por completo: la subrogancia, de la que se abusa al punto que el tiempo que pasa entre la desvinculación y el nuevo nombramiento, para los cargos de segundo nivel en los servicios durante estos dos últimos años, es en promedio de 421 días. En el área de salud, se llega a casi 700 días. ¿Cuál es el incentivo de postular a un cargo que implica estar expuesto a ser desvinculado por razones políticas, en promedio, después de tres años?
Es razonable que todo gobierno aspire a avanzar en su programa y tener la flexibilidad de poder nombrar personas en algunos cargos clave para ello. Pero, así como hoy el Presidente de la República puede nombrar a 12 jefes de servicio adscritos a la ADP en forma directa, sin necesidad de concurso, debería existir un límite al porcentaje de personas que puede remover en el caso de los cargos de segunda línea en los servicios. En el pasado, la remoción promedio durante los dos primeros años de gobierno ha sido cercana al 60% de los directivos nombrados de segundo nivel, porcentaje que no tiene ninguna justificación posible desde la perspectiva de lograr una mejor administración. Es discutible si ese porcentaje debiese ser 15%, 20% u otro, pero se debe obligar a las nuevas autoridades a evaluar a los directivos y no simplemente removerlos por haber sido nombrados por el gobierno saliente.
De lo contrario, seguiremos con este baile de máscaras. En público se entrega apoyo político a la ADP en la tarea de nombramientos, pero en la práctica se mantiene la facultad de arrasar políticamente con esos nombramientos cada cuatro años. Mientras en el Congreso existen diversos proyectos de ley que plantean agregar más de 3.000 cargos adicionales a la ADP, lo que sería un avance enorme, cada cuatro años vemos como se parte en muchos casos nuevamente de cero en sus nombramientos.