Una de las cosas sintomáticas de la Enade la constituyen los comentarios que suscita. Las radios disponen programas y transmiten en directo el evento e incluso instalan, como si de un acontecimiento deportivo se tratara, a sus periodistas en el recinto donde el evento se desarrolla. Y es frecuente, entonces, escuchar de estos últimos, con la ansiedad de quien revela verdades hasta ese momento ocultas, que el empresariado espera esto o lo otro, o reacciona así o asá, o teme esto o augura aquello, o confía en tal o cual cosa o desconfía de esta otra.
El empresariado.
Todo ello, como si los empresarios carecieran de rostro e identidad y en vez existiera una entidad colectiva, distinta de ellos, que piensa, augura, teme, confía o desconfía: el empresariado.
Hipostasiar los fenómenos sociales ha llegado a ser en los medios de comunicación, especialmente en las radios, algo casi habitual. Con notable naturalidad se habla, por ejemplo, de lo que el mercado espera o teme, de la reacción de los mercados frente a esta o aquella medida, de lo que el mercado augura o dice. Y así, como si un fenómeno social como el mercado tuviera subjetividad. La identidad de quienes actúan en el mercado queda entonces camuflada, gracias al discurso que atribuye reacciones humanas a una institución social (a eso se le llamó habitualmente en la literatura, enajenación, que consiste en trasladar características humanas a entes que son producto de la acción humana). Pues bien, algo semejante está ocurriendo (en rigor ya ha ocurrido) con los empresarios, cuya identidad, puntos de vista o ideología se subsume y se mimetiza y se camufla, tras la aparición de este nuevo sujeto que ni ve, ni oye, ni huele, ni habla, ni piensa, pero que, a pesar de todo eso, cuenta con opiniones que influyen en la esfera pública: el empresariado.
Es muy extraño que en estos tiempos en que la sociedad parecía estarse curando de espanto de todo lo que huela a identidad tribal o a clase, se acepte, con la naturalidad de la respiración, la existencia del empresariado como un sujeto distinto a quienes lo integran. Mientras hasta hace poco se rechazaba la identidad tribal que algunos reivindicaron en el primer debate constitucional y cuando ya nadie se atreve a hablar de la clase trabajadora (salvo, claro, el PC), todos hablan sin problema alguno del empresariado como sujeto; sin embargo, y para dar un ejemplo, nadie habla del proletariado como tal. Mientras se observa, con algo de razón, que este último no existe y ha sido subsumido en grupos medios que aspiran a diversas formas de estatus mediante el consumo, hoy día nadie duda de la existencia del empresariado.
¿Hay algo de malo en todo esto?
No del todo, a primera vista; pero, bien mirado, hay un par de inconvenientes.
Desde luego, al hablar del empresariado y eludir hablar de este o aquel empresario, el control sobre su quehacer disminuye y los conflictos de interés en que pueden estar envueltos —por ejemplo, quien comenta el quehacer empresarial con un empresario en especial— resultan opacos. Y la razón es obvia: mientras los empresarios individuales pueden configurar conflictos de interés, el empresariado, así en general, considerado como sujeto colectivo, no puede tener ninguno. O, en ocasiones, se le asigna un interés; pero tan general y beatífico, que anula y apaga toda evaluación crítica de su quehacer. Es lo que ocurre cuando se dice que al empresariado le interesa crecer, o que al país le vaya bien, o crear trabajo, o que haya concordia, y otras obviedades semejantes.
Se suma a ello otro factor, de índole más política. Se profundiza una evidente asimetría en la identificación y el peso de los grupos sociales. Mientras un sector de la sociedad es identificado como un colectivo, una especie de ente con realidad propia, distinta a quienes lo integran (y por eso se habla del empresariado), otros grupos al menos desde el punto de vista del discurso parecen inexistentes y el caso más obvio, sobre el cual vale la pena meditar, es el de quienes trabajan que, al parecer, ya no existirían como clase, o el de las mujeres a quienes no se denomina, salvo excepciones, como grupo identitario. Nadie diría los trabajadores creen o las mujeres temen o auguran o piensan.
De esta forma, en el encuentro de Enade (y en los variados comentarios radiales que le siguieron) se puso de manifiesto, como si fuera un síntoma, este rasgo de la cultura pública hoy existente en la sociedad chilena, donde el sujeto colectivo ha tendido a desaparecer y ya no parece haber espacio para ninguno, salvo para aquel cuyo aplauso o aprobación incluso el Presidente Boric intentó trabajosamente obtener: el empresariado, esa entidad sin rostro, sin intereses y sin compromisos, que no habla ni oye ni piensa, pero que, bien interpretado por comentaristas que saben lo que augura y lo que teme, influye.