Ha ocurrido esta semana un incidente en el que vale la pena detenerse porque enseña en qué consiste respetar la ley, un acuerdo o una regla.
¿Qué fue lo que ocurrió?
Muy pronto entra a regir la reducción de la jornada laboral a 40 horas semanales; pero como el proceso es gradual, en la primera fase la obligación es, nada más, reducir la jornada semanal en una hora.
Algunas empresas decidieron cumplir la regla de una manera hasta cierto punto original e imaginativa: si se trataba de reducir la jornada en una hora a la semana, entonces, dijeron, la regla se cumple reduciendo en 12 minutos diarios la jornada o extendiendo, en igual cantidad de minutos, la hora de colación. De esa forma —disminuyendo el tiempo de trabajo 12 minutos diarios, según afirmó incluso el director del Trabajo—, se disminuiría en una hora el tiempo de trabajo semanal.
¿Es correcto eso?
A primera vista sí, sin la menor duda. Es incontestablemente verdadero que con esa reducción la totalidad de la jornada semanal alcanza una reducción de una hora. Es cierto, y es difícil discutir o poner en duda esa conclusión. Si un empleador dispone que la jornada laboral termine doce minutos antes cada día, entonces habrá reducido al total de la jornada semanal una hora exacta, como lo prueba la simple multiplicación de doce por cinco cuyo resultado es sesenta, es decir, sesenta minutos: una hora exacta.
Pero esa es una aplicación torcida de la regla que en realidad la incumple. Para explicarlo basta citar a Paulo: Obra contra ley el que hace lo que la ley prohíbe; y en fraude, el que salvadas las palabras de la ley elude su sentido (Digesto 1.3.29).
Y eso es exactamente lo que ocurre en este caso. No se obra contra la ley; pero sí se la defrauda. El espíritu de la regla (los juristas clásicos llaman espíritu a la razón de la regla, el propósito que ella persigue realizar) es que los trabajadores dispongan de mayor tiempo para su vida personal o familiar, algo que se logra en parte si pueden, un día al menos, llegar una hora antes a su casa o ir adónde les plazca. Pero si disponen nada más que de unos pocos minutos cada día ese propósito no se alcanza en modo alguno y el resultado que la regla perseguía se incumple. Por eso, si bien la regla tercera transitoria permite una disminución proporcional de las horas, ella no puede llevarse al extremo de lesionar la razón de la ley. La utilidad que provee una hora no es igual a la utilidad marginal agregada de cinco fracciones de doce minutos cada una. No es igual desde el punto de vista vital —el bienestar del trabajador— disponer con libertad de una hora, que disponer de fracciones separadas de doce minutos cada día. Por eso entonces el arreglo que algunas empresas habrían ideado para ceñirse a la reducción de la jornada en una hora, no era una forma de cumplir la ley, sino una forma oblicua de transgredirla, de incumplirla, de defraudarla. Y la razón, vale la pena reiterarlo, es eso que Paulo decía hace cosa de casi veinte siglos.
La principal conclusión que cabe obtener de este análisis (que muestra, de paso, que judicializar este problema sería una pérdida de tiempo para los empleadores que decidan porfiar con esa aplicación de la regla) es que el cumplimiento de la ley, como de cualquier regla (salvo casos como la ley penal, como de inmediato se mostrará), es la lealtad al propósito que persigue. Sin lealtad a las reglas no hay institucionalidad que funcione, y si las interpretaciones ladeadas, como las que se han pretendido en este caso, se transforman en regla general, es el derecho mismo el que está en peligro.
Pero por supuesto, lo que vale para las reglas en general no vale del todo para la ley penal, la ley que establece sanciones coactivas como la pérdida de la libertad. En esta materia impera el principio de tipicidad, que enseña que para que exista delito es necesario que la conducta que se pretende castigar se corresponda exactamente con la descripción de esta que efectúa la letra de la ley. Este principio es propio de una democracia liberal, que se empeña en poner límites o restringir la posibilidad de que el Estado efectúe abusos contra el individuo, y de ahí entonces que, en materia penal, es la letra la que importa.
En casi todo lo demás, sin embargo, la lealtad a las reglas supone o exige, a la hora de aplicarla, una comprensión siquiera global de su sentido, del propósito que le subyace. Si ese propósito se traiciona arguyendo que la conducta se corresponde estrictamente con la letra (diciendo que la reducción de doce minutos equivale, en efecto, a una reducción de una hora en la semana y que ello cumple lo que la ley persigue), entonces en realidad lo que se está haciendo es un fraude de esos que Paulo, hace casi dos decenas de siglos, definió tan bien.
La sociedad chilena necesita —para detener la anomia que a veces parece invadirla— fortalecer el respeto y la autoridad del derecho, lo que supone una cierta lealtad, al menos en los casos que se han analizado, a la regla en su integridad. Por supuesto, el propósito no puede predominar sobre la letra (un error en el que algunos jueces incurren cuando aluden a la justicia material para extender la regla más allá de los casos naturalmente cubiertos por ella); pero lo que no debe ocurrir, y en este caso ha ocurrido, es que se esgrima la letra de la ley para burlar su propósito.