El actor Cristián Campos ha sido condenado al ostracismo, al menos en las tablas, luego que se le ha sindicado como autor de abuso sexual a una hija de quien fuera su pareja. De ser cierto ese hecho, no hay ninguna duda —ni siquiera la más mínima— de que es merecedor de una condena severa y de que quienes son sus amigos lo marginen como si fuera un apestado, alguien que infecta y daña casi con su presencia.
Ninguna de esas consecuencias, para el caso de ser culpable, está en duda.
El problema es que Cristián Campos no ha sido sometido a proceso legal alguno, no se le ha oído, y las pruebas en su contra no han sido sometidas a examen contradictorio ante un tribunal imparcial. Lo que ha ocurrido, en cambio, es que la Fundación para la Confianza ha anunciado, en su cuenta en las redes, que ha interpuesto una querella en su contra.
Pero ha bastado ese anuncio para que todos quienes rodeaban al actor, los estrenos que preparaba, las películas en las que había de participar, los círculos que frecuentaba, los amigos que hasta ayer lo palmoteaban, lo alejen y lo espanten como si la acusación de que es objeto fuera, por el solo hecho de haber sido presentada, irrefutable, inconcusa, cierta, más allá de cualquier duda razonable, y como si el foro de la opinión pública y de las redes fuera más infalible que el resultado de un debate ante un tercero imparcial, el juez. Apenas algunas personas se atreven (y esto incluso con algún temor) a dejar caer unas gotas de duda mínima sobre el caso; aunque al hacerlo no dejan de subrayar que incluso la duda la formulan sobre el fondo de la certeza de que la acusación que escuchan es cierta y de que el sindicado merece una condena.
¿Es razonable todo esto?, ¿es correcto, desde el punto de vista de las reglas, que baste una acusación para que todo el mundo se retire del entorno del acusado como si fuera límpida agua en torno a una sucia gota de aceite y lo condenen?
No cabe duda de que una acusación como la que se ha hecho en contra de ese actor es grave, y tampoco cabe duda (es necesario subrayarlo por la irracionalidad que ronda a este tipo de casos y que lleva a las redes a tildar de cómplice a quien se atreve a decir lo obvio) que de ser cierta merece se le condene; pero todo ello si y solo si la acusación es cierta, y esto último, en una sociedad civilizada, solo es posible aseverarlo luego de un juicio ante un tercero imparcial, después de un debate, y existiendo igualdad de armas entre quien acusa y quien es acusado.
Pero nada de eso ha ocurrido hasta ahora.
¿Por qué entonces tanto apresuramiento para condenar poco menos que a galeras al actor del caso con el solo mérito de la acusación, como hace poco se hizo con Felipe Berríos, a quien, hasta ahora, no hay noticia de que se le haya acreditado crimen alguno?
Si se descuentan los motivos miserables (el director de una obra teme que la presencia del actor disminuya la taquilla, el canal de televisión piensa que las audiencias se retirarán y con ello la publicidad y la ganancia, los hasta ayer amigos creen que el rechazo al actor se extienda a ellos) es probable que todo eso se deba a que en la cultura contemporánea se ha llegado a creer que quien se presenta como víctima merece, por ese solo hecho, el máximo crédito, y que esperar el veredicto de un tribunal que examine las pruebas es una forma de complicidad con el abuso.
Pero ninguna de esas ideas es correcta.
Es comprensible que una persona cuya memoria acusa un abuso de que fue víctima persiga y acuse con todas sus fuerzas a quien cree es su victimario; pero lo que no resulta comprensible es que baste ese hecho para que todos se apresuren con cartas y con gestos y con exclusiones a formular una condena antes que cualquier juez siquiera lea la primera página de la acusación. Se dirá que nadie formula una acusación semejante y se expone al escrutinio si lo que dice no fuera cierto o no estuviera convencida de que lo es; pero al decir eso se olvida que las reglas del estado de derecho y de una sociedad decente obligan a la duda, o, si se prefiere, las reglas del derecho establecen el deber de dudar, la obligación de esperar el resultado de un juicio en el que se discierna la verdad, al revés de lo que hoy se escucha cuando se dice que se está obligado a creer este tipo de acusaciones por el solo hecho de que se le formulen.
No cabe duda de que la Fundación para la Confianza cumple un papel estimable; pero tampoco cabe duda de que se comete un severo error cuando se la instituye a ella y a quienes la integran en una especie de tribunal capaz de establecer, con rectitud e infalibilidad, la existencia de abusos y la autoría de estos. No vaya a ocurrir que la condición de víctima pase de pronto a sustituir a la de ciudadano sometido a reglas y que, en cambio de un debido proceso, se pase a considerar, casi sin darse cuenta, que el debido proceso es una forma de encubrir o postergar el castigo, y que por eso es mejor confiar en las redes y creer que la víctima, real o presunta, siempre dice la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, de manera que a quien le corresponde probar no es a quien acusa sino a quien es acusado, no que tal o cual es culpable, sino a este último probar que es inocente.