El Presidente Macron consiguió esta semana hacer del aborto un derecho constitucional. A Marina Le Pen le molesta el oportunismo de la medida, pero la apoyó. ¿Extraño? En ningún caso, su postura es coherente con la que mantiene en otras materias esa derecha que no conoce la compasión. En su mundo no hay lugar para los débiles.
En cuanto al macronismo, esta jugada política lo caracteriza muy bien. En enero, Macron se presentaba como un gran estadista: preocupado por la catástrofe demográfica que sufre su país, llamaba a la nación francesa nada menos que a un “rearme demográfico”.
Ahora bien, como en Francia hay 31,5 abortos por cada 100 nacimientos, uno habría esperado un seria política de apoyo a las mujeres en dificultades, que ciertamente no abortan por placer. Muchas de ellas querrían tener esos hijos, pero sienten que no es posible, porque los padres se desentienden y nadie hace nada por ellas, salvo decirles que aborten o que no aborten. Macron tenía una gran oportunidad.
Sin embargo, la puesta en marcha de una política destinada a prestar ayuda efectiva a los embarazos vulnerables es cara, y además nos hace conscientes de que la natalidad es una cuestión política, que nos afecta a todos. Es decir, si reconocemos que estamos en presencia de un problema político de primera magnitud, debemos estar dispuestos a hacer sacrificios para ir en apoyo de esas personas. Pero hablar así es menos popular y más difícil desde el punto de vista financiero que regalar una reforma constitucional donde se asegure el aborto. El progresismo, en cambio, queda bien y es barato. “Bonito” y “barato”; solo le faltaría ser “bueno” para alcanzar la perfección en el mercado de las ideas.
¿Y qué decir de la izquierda, que también apoyó esta medida? Lamentablemente, a la francesa le sucede lo mismo que a gran parte de las izquierdas occidentales: lleva décadas atrapada en el individualismo. Su discurso actual se resume, como en la canción de Harrison, en tres palabras: “Todo lo que puedo oír: yo-mí-mío”.
Salvo excepciones, la izquierda actual es incapaz de construir un relato común, porque está prisionera de la cultura de las identidades. Ha perdido densidad política. Su actitud a propósito del aborto es muy expresiva de esa cierta despolitización por tres razones.
La primera es que se esfuerza por todos los medios en considerar clausurado el debate, lo que es un recurso que no tiene nada de político. En Estados Unidos no lo ha conseguido y eso los desespera, pero en Europa ya casi no se puede hablar del tema, y ahora en Chile hace todo lo posible para que nos acostumbremos al aborto. A algunos hasta les molesta que muchas mujeres se opongan a él.
En segundo lugar, la izquierda chilena hace lo posible para que la cuestión del aborto sea solo patrimonio de las mujeres. La política, en cambio, es de todos por definición. En su estrategia retórica, los demás no tendríamos derecho a hablar del tema, porque es un asunto privado y no una cuestión política de alcance general.
Ni siquiera parece importarles el hecho de que no solo la mitad, sino una notoria mayoría de las víctimas del aborto sean mujeres, atendido que en algunos países asiáticos está muy difundido el aborto selectivo: si es hombre, se lo deja nacer; si es mujer, se aborta.
En tercer lugar, más allá de nuestra postura sobre el aborto, el modo en que trata el acompañamiento a la mujer en dificultades habla de la incapacidad de esa izquierda para reconocer el protagonismo de la sociedad civil en una materia tan delicada. En una reciente columna, Magdalena Vergara nos ha recordado que el 86% de las mujeres que pasan por los programas estatales de acompañamiento decide abortar. Esto constituye un gran fracaso. ¿En qué otro terreno nos quedaríamos tranquilos con un programa público que exhibe índices tan elevados de ineficacia?
En cambio, los resultados de la fundación Chile Unido, una iniciativa ciudadana, son casi exactamente opuestos: el 77% de las mujeres decide continuar con su embarazo. Sin duda, cabe cuestionarse cuál es el sentido de acompañamiento que tiene el Estado y que está entregando a las mujeres. Si la única solución que damos a las mujeres es el aborto, dice Vergara, eso significa que hemos llegado tarde. Así lo reconocía Michelle Bachelet al presentar el proyecto de las tres causales que finalmente se convertiría en ley. Y no solo el progresismo, sino también quienes defendemos el valor intangible de toda vida llegamos tarde.
A veces uno desearía que la izquierda progresista leyera un poco a Marx, para que pudiera recordar la importancia de las condiciones materiales en el ejercicio de las libertades. No basta con ponerse un pañuelo verde al cuello y abogar por el aborto sin restricciones para que eso pueda ser llamado libertad.
Ni Macron, ni Le Pen, ni la izquierda progresista, ni la derecha que piensa que una sociedad es un conjunto de individuos que maximizan su utilidad, ni los liberales que han enterrado a Kant y olvidado buena parte de su tradición, ni los conservadores que piensan que es suficiente con mostrar su rechazo a estos signos de descomposición social, parecen tomarse en serio que el drama del aborto es un problema político de primera magnitud. Y que sea un problema político, es decir, común, implica que no podemos acostumbrarnos a él.