Las recientes declaraciones del diputado Winter respecto de las disputas ideológicas (y el riesgo de que el Gobierno las abandone por su empeño en alcanzar acuerdos) permiten analizar en qué consiste la batalla cultural y el lugar que le cabe a la política democrática en ella.
La expresión “batalla cultural” se emplea hoy por ciertos sectores de derecha que piensan que buena parte de lo que ocurre —el uso del lenguaje políticamente correcto, la humanización de los animales, la deshumanización del feto, la relativización de la diferencia sexual, la desigualdad como problema moral, entre otros— serían resultado de un triunfo cultural de la izquierda frente a la flojera intelectual de quienes, hechizados por el éxito económico o arropados en sus valores tradicionales, se han quedado silentes. La izquierda no suele emplear esa expresión, pero no está en desacuerdo con lo que le subyace. Después de todo, se debe a uno de sus más brillantes intelectuales (Gramsci, quien fue secretario general del PC italiano y escribió casi toda su obra desde la cárcel) la idea de que la dominación social y política no se erige sobre la mera coacción, sino que requiere el consenso de los dominados, algo que se logra cuando se alcanza la hegemonía en la sociedad civil: ese espacio intermedio de prácticas, de habla, de costumbres, que se sitúa entre el aparato estatal y la simple subjetividad de los individuos. Los seres humanos, observó, no se gobiernan solo por la fuerza, sino también por ideas. De ahí que él pensaba, y lo mismo piensa hoy la derecha, que los intelectuales, cuyo quehacer transforma las ideas en sentido común, tienen un papel muy relevante en la política, puesto que, mediante sus discursos, su habilidad persuasiva y su conocimiento, producen contenido simbólico y generalizan un cierto sentido común. Todos los hombres, observó, son intelectuales, pero no todos tienen la función de tales, esta corresponde a aquellos que generalizan el punto de vista de un grupo o una clase.
¿Qué significado posee lo anterior para la política en una democracia liberal?
Muchísimo.
La vida social no es un conjunto de hechos brutos o desnudos, sino que llegan hasta nosotros envueltos en una cierta concepción simbólica o en una descripción que les confiere un especial significado. De esa manera, la realidad social, la relación con los demás, resulta hasta cierto punto constituida o configurada por esa envoltura. La selección escolar, por ejemplo, según se la describa, puede aparecer como una forma de premio al desempeño y al esfuerzo o como una forma encubierta de reproducir las ventajas heredadas en la cuna. La diferencia sexual como una creación cultural (derivada de las prácticas sociales) o como el resultado de la naturaleza (que las prácticas no podrían transgredir), etcétera. Por supuesto, no tiene sentido preguntarse cuál de esas alternativas es la verdadera en sentido estricto, porque la verdad en este caso equivaldría a una cierta forma de eficacia social, una forma de verdad práctica.
Si lo anterior es así, entonces el diputado Winter no está descaminado en lo que afirma (como tampoco la derecha cuando habla de batalla cultural): la política no sería solo un asunto de saber técnico o de políticas públicas, tampoco una pura cuestión de fuerza o coacción, sino que ella descansaría en la capacidad de las fuerzas políticas o de los grupos sociales para esparcir cierto punto de vista y persuadir con él hasta hacerlo sentido común. Establecer una clase gobernante —escribió Gramsci inclinado en su celda de la cárcel— es equivalente a crear una Weltanschauung, una imagen del mundo que empapa la cultura y la subjetividad de las personas.
Lo anterior, desde luego, no significa que la política deba ser reducida a esa lucha cultural, pero la política tampoco puede prescindir de ella.
Por lo mismo, no hay oposición alguna entre la batalla cultural y el procedimiento democrático consistente en alcanzar acuerdos y negociar en la búsqueda de lo que se cree mejor. Hay que esparcir las propias convicciones y no creer que hay que renunciar a ellas u ocultarlas para alcanzar un acuerdo. Si bien una cosa es —Gramsci de nuevo— la sociedad civil donde se despliega la cultura y otra distinta la esfera estatal, y si bien lo que ocurra en esta última no tiene por qué coincidir con la primera, ambas se cruzan en la opinión pública y de ahí la importancia de mantener vivo el fuego de las ideas.
Lo anterior es plenamente consistente con una democracia liberal. En ella ninguno de los partícipes renuncia a su punto de vista, solo renuncia al empleo de ciertos medios (como la coacción o la amenaza) para imponerlos. Esto es lo que explica que en una democracia la libertad de expresión y el libre debate sean valores centrales. Gracias a ellos la victoria o la derrota electoral no significa que quien triunfó o que quien fue derrotado deban enmudecer. Ni el primero debe creer que aseguró su punto de vista ni el segundo que ha sido definitivamente aplastado.
Y es que una cosa es la lucha de convicciones, la batalla cultural, y otra cosa distinta es la lucha por los votos. No siempre quien gana los votos gana en el plano de las convicciones. Lo supo la derecha ayer. Lo sabe el Frente Amplio hoy.
Por eso mantener la batalla cultural de lado y lado es importante para la democracia y la existencia de un espacio público abierto a todos.