Cuando pensamos en la corrupción, nos imaginamos las bolsas llenas de dólares del kirchnerismo, el soborno que se entrega en un maletín, o quizá en las fundaciones hechas para servirse groseramente del Estado. Todo esto no solo es real, sino que se ha incrementado en los últimos años.
Con todo, esta corrupción más corriente —que afecta a todos los sectores políticos— no siempre es la más perjudicial. Si llega a descubrirse, es cuestión de que la fiscalía acredite bien los hechos y los culpables serán objeto de juicio y condena. Su daño puede ser enorme, pero es acotado, y quienes participan en estos actos delictivos saben que están mal.
Sin embargo, ¿qué pasaría si hubiese una forma de corrupción completamente legal, que constituya una sangría permanente en el erario público y que muchas veces se llevara a cabo con buena conciencia, con la convicción de que se presta un servicio al país?
Eso sería terrible, pero ella existe y de modo creciente. Lo que ocurre es que le damos otros nombres y no sale en los noticieros. Me refiero a la incorporación indiscriminada de personas al aparato estatal. Pensemos que, según nos dicen los entendidos, el aumento de esta cifra durante el primer año de esta administración solo es comparable a la del comienzo de la Unidad Popular. Con todo, Allende tenía una excusa: si uno quiere controlar gran parte de la economía, necesita una masa enorme de empleados públicos. En cambio, por mucho que tengamos un gobierno de izquierda, el objetivo del FA/PC no es tan ambicioso.
En la última discusión del presupuesto volvió a salir el tema: ¿cómo justificar ese crecimiento desproporcionado del número de personas que trabajan en el sistema público?
Visto desde fuera, todo esto parece incomprensible, en especial cuando la economía está estancada y no apreciamos que estos aumentos en el gasto en remuneraciones vayan acompañados de una mejora de los servicios públicos, todo lo contrario. Sin embargo, todo tiene una explicación. O quizá dos, en este caso.
La primera causa es bastante obvia. Si elegimos autoridades estatistas es obvio que van a incrementar el tamaño del Estado. Por otra parte, si además tienen cierto aire mesiánico, tampoco puede sorprendernos que piensen que ellas, precisamente porque son jóvenes y no están contaminadas por el pasado, lo harán mejor que sus predecesores. Esto les facilita el desvincular a personas que no les resultan afines, al mismo tiempo que incorporan nuevos cuadros de manera indiscriminada.
Para la mayoría de los seres humanos, despedir a alguien es una tragedia, algo que por lo general se hace con sumo pesar. En cambio, apenas asumieron el gobierno, las nuevas autoridades no tuvieron el más mínimo inconveniente en prescindir de los servicios de personas con experiencia y que no militaban en ningún partido político. Simplemente no eran de su tribu. Así, hasta los temas estrictamente técnicos se vuelven para esta izquierda en un asunto de confianza personal.
¿Podían hacerlo? Sí, la legalidad vigente no lo prohíbe. Tampoco impide reemplazarlos por personas jóvenes e incompetentes. Sería muy interesante, por ejemplo, ver cuánta gente con más de ocho o diez años de experiencia fue removida por Piñera en sus dos gobiernos, y cuánta por Bachelet II o, en estos dos años, por el FA/PC.
Este proceder, con todo, todavía conserva cierto aire de inocencia. Es perfectamente posible que, dentro de unos años, algunos de nuestros gobernantes digan: “nos equivocamos, fuimos arrogantes, frívolos o inmaduros y, sin quererlo, le causamos un daño al país”.
Hay, en cambio, un motivo menos inocente para este crecimiento desmedido del aparato estatal. Está tomada del Podemos español, que a su vez la aprendió del peronismo.
Según esta estrategia, resulta necesario aprovechar los momentos de vacas gordas, cuando uno está en el gobierno, para incorporar al Estado el mayor número posible de gente afín.
Por esta vía, el frenteamplismo/PC se asegura la lealtad de muchas personas que darán la vida por él, porque de eso depende que puedan almorzar. Es verdad que, si los resultados electorales son adversos, con el próximo gobierno una parte tendrá que salir, pero nunca tantos como los que entraron. Además, siempre se puede hacer un buen escándalo y denunciar una caza de brujas ideológica cuando simplemente se remueve a cierta gente por su pura y simple incompetencia.
Al mismo tiempo, es necesario formar toda suerte de organizaciones en la sociedad civil que vivan del apoyo estatal: una estructura económica autónoma que reciba a los cuadros militantes que salgan del Estado, como proponía Íñigo Errejón en España. Es una red que después será muy difícil desarticular, porque si el próximo gobierno decide recortar esos presupuestos será acusado de suprimir programas sociales.
Ya la justicia determinará si de parte de Miguel Crispi, Giorgio Jackson y otras autoridades hubo responsabilidad en el caso Convenios. Sin embargo, eso es solo una parte del problema, porque las otras formas de corrupción —de modo especial, el aumento injustificado del personal que trabaja para el Estado— son indoloras, poco visibles y más difíciles de combatir que los métodos tradicionales de defraudación. Solo se detienen si contamos con políticos que estén dispuestos a jugar limpio, a no hacer todo lo que les permite la ley.