Cuando era Presidente, Sebastián Piñera invitaba un par de veces al año a un grupo de columnistas a almorzar a La Moneda. En una mesa enorme, se distribuía una docena de comensales. Primero hablaba él unos minutos, luego hacía preguntas y dejaba hablar. Mientras tanto, tomaba notas en un block de papel amarillo que ponía al lado izquierdo de su plato, porque era zurdo.
Lo que decían los presentes era siempre muy interesante. Con todo, yo no podía evitar hacerme una pregunta: “¿Por qué nos invita?”. Era obvio que todo lo que podíamos decirle ya lo sabía. Y, sin embargo, nos escuchaba con gran interés. Nunca me atreví a preguntárselo directamente.
Me demoré en encontrar la respuesta: ese hombre que todo lo sabía y todo lo planificaba quería estar completamente seguro de que ningún dato faltaba en su análisis. Era un signo de su sentido de responsabilidad, pero a la vez manifestaba una ilusión: el pensar que si uno tiene la información completa, va a decidir de la manera correcta.
No era esa la única pregunta que me planteaba ante su figura, al ver sus gestos, sus respuestas rápidas, su manera de preguntar. Yo lo miraba intrigado: “¿Por qué este hombre es tan competitivo?”. Hasta las famosas reuniones bilaterales con sus ministros eran una competencia, donde inevitablemente demostraba que tenía más datos que el interlocutor sobre su propia área, fuera esta la agricultura, la vivienda, las obras públicas o la educación. Era competitivo en su vida política, pero también como empresario, entre sus hermanos o incluso con la naturaleza, al desafiar circunstancias atmosféricas poco propicias.
Vivimos en una sociedad donde se valoran como los máximos bienes el dinero, la influencia y el poder. Él tuvo las tres cosas en grado sumo, y para obtenerlas ciertamente hay que tener un talante competitivo. Sin embargo, me atrevo a pensar que su pasión por competir era distinta a la de otros. En el fondo, bien podría haber sido un niño que estaba jugando. Y solo quienes entendían eso podían quererlo, por encima de la exasperación que a veces podía producir. Simplemente lo dejaban jugar ese juego tan curioso y que no siempre le hacía bien. Algunos sabían cuándo decirle “basta”, como hizo Cecilia Morel cuando su marido mostraba por toda Europa la réplica del mensaje de los 33 mineros. Y él obedecía dócilmente.
Sebastián Piñera quería tener todo planificado y bajo control, pero sabemos que eso es imposible y sus inoportunos tics se encargaban de recordárselo. Algún humorista, con pésimo gusto, se burlaba de ellos. En principio, nadie habría permitido algo semejante con otro chileno, aunque parece que si se trataba de Piñera la cosa era distinta. El país experimentaba una suerte de placer malsano al ver que ese hombre invulnerable tenía al menos un punto débil. Y la Quinta Vergara reía. Debe haber sido muy humillante para él, aunque lo llevaba con resignación. La vida está llena de cosas que no se pueden prever. Así, tampoco el 18 de octubre de 2019 estaba en sus cálculos, ni el hecho de que el vidrio del helicóptero se empañara en el momento menos oportuno.
Dicen que cuando uno está a punto de morir pasa por la mente la vida entera, como en una película. ¿Qué imágenes habrán aparecido en esa cabeza de inteligencia prodigiosa? Dudo que hayan sido las mismas que vinieron a nuestra propia memoria cuando supimos de su trágico accidente: la reconstrucción del terremoto de 2010; el rescate de los mineros; la eficiencia para vacunar a los chilenos cuando ni siquiera los alemanes lo habían conseguido, o su papel en el 15 de noviembre. Presumo que en ese momento hay cosas todavía más importantes.
“¡De la muerte súbita, líbranos Señor!”, rezaban nuestras sabias abuelas. A él se le concedió ese regalo, aunque en la mínima medida: tuvo pocos minutos disponibles mientras caía el helicóptero y lo rodeaban las aguas. Es el momento de agradecer lo bueno (en su caso, me imagino, la familia que formó), y de arrepentirse de lo malo. Es absurdo negar que todos tenemos mucho de que arrepentirnos, incluido alguien que recibió tantos dones como Sebastián Piñera.
Entonces, el hombre que todo lo planificaba tuvo que hacer lo impensado, aquello que no estaba en ninguna de las páginas de sus blocks, ni tampoco era un dato de entre los múltiples que albergaba su infinita memoria. Esta vez decidió salirse del libreto, jugar a un juego donde ya no iba a ser el número uno.
No dijo una de sus manidas frases hechas. Pronunció las que pasarán a ser sus palabras más famosas sin que haya tenido el menor ánimo de hacer algo especial, de ser querido, admirado o llamar la atención: “¡Salten ustedes primero!”. Esta vez, en el momento decisivo, Sebastián Piñera decidió ser el último.
Quizá en ese momento habrá entendido algo que había escuchado muchas veces, sin imaginar que podían ser unas palabras dichas para él, porque apuntaban a su identidad más profunda, a esa que tantas veces escondió detrás de su pasión por el éxito. Era una enseñanza oída y puesta por escrito por un hombre que, como él, había destinado parte de su vida a manejar dinero. Su nombre era Mateo y la frase era nada menos que de Jesús: “Los últimos serán los primeros”.