Agradeciendo y marcando desafíos de futuro, Ricardo Lagos ha anunciado, con gesto digno, su retiro de la vida cívica activa. Comienza a silenciarse la voz de quien ha sido, como pocos, un hijo de su tiempo, a la vez que un líder con la mirada empinada hacia caminos nuevos. Su partida del debate público no puede sorprender a nadie, pero hace patente el vacío que deja el ocaso de una generación que marcó la historia de Chile, para bien, y a fuego. Aunque ninguna añoranza tendría sentido y el mensaje de Lagos, hablando de las transformaciones que trae y traerá la era digital, lo hace patente, si lo tiene mirar algo de su aleccionadora trayectoria.
Hijo de la educación pública, cuando esta no recelaba de la meritocracia, descolló intelectualmente, alcanzando una formación sólida no solo en derecho y en economía, sino, sobre todo, en un conocimiento profundo y reflexivo de la historia de Chile, que creo marcó como nada su impronta política.
Hijo, como toda su generación, de la Guerra Fría, supo recelar del dogma marxista y colaboró activamente en el surgimiento de una izquierda con vocación de mayorías, que valora sinceramente la democracia y el crecimiento como precondición de la superación de la pobreza y de la equidad. Ese socialismo democrático reformador y progresista ha marcado nuestra historia política contemporánea.
El valor y determinación que demostró para enfrentar la dictadura terminaron de transformarlo en un líder de la izquierda. No se obnubiló con su papel. Supo ver de lejos el camino de la paz y, como pocos, guio a los suyos por los caminos de la inscripción electoral y de la reconciliación, lo que no era fácil luego de los dolores padecidos.
Conquistada la democracia, resistió los cantos de sirena, negándose a competirle a Aylwin desde la izquierda. Ministro en los primeros gobiernos de la transición, tuvo, en Educación y en Obras Públicas, dos ventanas privilegiadas para tomarle el pulso a su gente y a su geografía, lo que terminó de galvanizar los sueños de un Chile más justo y más moderno que su presidencia podría ofrecer, y particularmente de los modos eficaces de hacerlo posible.
Los logros de su gobierno son conocidos y han sido destacados. Como su subsecretario del Interior, puedo dar testimonio de su capacidad de escuchar, cavilar y decidir; de su vigor para imponer el orden público a quienes pretendían desafiarlo, ya fuera con gestos insolentes o con actos violentos. Lo suyo no era el gozo de quien se engolosina en el ejercicio personal del poder, sino la conciencia del deber de defender el orden igualitario de la democracia y la autoridad del Presidente de Chile, elegido por el pueblo. Soy testigo también de la fuerza con la que defendió algunos de sus sueños de Chile y de la ductilidad y realismo a la hora de transar, a objeto de que no sucumbieran. En los últimos días de su gobierno, cuando tuve la oportunidad de despedirme y agradecerle, le manifesté lo que sigo pensando será su principal legado: Lagos ha sido, en muchos aspectos, uno de los grandes maestros de educación cívica que ha tenido Chile.
Conocedor como pocos de los recovecos de la política y de sus pequeñeces, se resistió siempre a quedarse en lo que él mismo llamó la hojarasca. Supo empinarse por sobre aquello, pues lo suyo era lo que él también denominara la mirada larga de la política; su vocación por construir historia.
Lagos ha sido un hijo del siglo XX con la mirada puesta en el XXI. También un ejemplar descollante de cómo entendió y practicó la política una generación que habiendo sido y podido quedarse puramente como víctimas del golpe, lo asumieron también como su propio fracaso, y de ello sacaron lecciones que les marcaron a fuego.
Si él ha querido sellar su despedida con la impronta del agradecimiento, yo no podría sino despedirlo de la misma forma: agradecido y con admiración, porque creo que, además de sus logros, su liderazgo y su grandeza permanecen entre nosotros. Quedamos los que de él aprendimos. Sentimos el vacío. No es la hora de añoranzas, sí del homenaje que nos permite atesorar e intentar rescatar lo que debiera ser permanente: su forma de concebir el compromiso con la política, esa clase de política que quedará en la historia de Chile.