Se ha hecho público el informe de la Contraloría General de la República acerca de las pensiones de gracia concedidas por el Gobierno con ocasión de los acontecimientos de octubre del 19. Y en él se contienen varios reproches.
¿Cuáles son los motivos de esa reconvención?
El informe constata que las pensiones se concedieron sin revisar previamente los antecedentes penales de los beneficiados, y sin verificar si los antecedentes médicos acompañados para acreditar los daños eran fidedignos. El resultado es que, condenados por robo o por mantener pornografía infantil, personas que no padecieron graves daños o que no los acreditaron, gozan hoy de una pensión que les aligera la vida. Por supuesto, el hecho de que alguien haya cometido un delito no lo inhabilita, si posteriormente se le causa daño, para reclamar una pensión o una indemnización. Pero es obvio que una situación como esa requiere ser previamente conocida y la decisión que le sigue justificada. En cambio, en este caso se otorgaron pensiones a ciegas, al parecer con el único aval que el favorecido hubiera participado de la revuelta de octubre y reclamara (sin probar) haber padecido un daño.
¿Cómo explicar que algo así pudiera ocurrir?
No hay otra explicación que la frivolidad que, por desgracia, arriesga convertirse en el principal rasgo del Gobierno.
La frivolidad, como defecto político (aunque también suele aparecer como un rasgo de la personalidad) es una mezcla de falta de sustancia y de veleidad.
El frívolo tiene opiniones y puntos de vista y a menudo los tiene en abundancia; pero ellos no se asientan en ningún argumento de fondo, ni derivan de una razón que pueda explicitarse. Más bien derivan de tópicos, ideas recibidas, lugares comunes, ligerezas. Y por eso, además de ser insustancial, el frívolo es veleidoso. Como lo que cree o dice creer carece de fundamento, el frívolo suele cambiar su punto de vista; pero no lo hace, como suele decirse citando a Keynes, porque las circunstancias cambian de manera que circunstancias distintas conducen inevitablemente a opiniones distintas. Esos cambios no son una muestra de aprendizaje, como un bien pensante creería. Nada de eso: el frívolo cambia su punto de vista al compás de las circunstancias, porque es la superficialidad de estas últimas lo único a lo que finalmente atiende y en lo que se obstina, puesto que lo que caracteriza al frívolo es aferrarse a la superficie de lo que acontece.
¿Hubo una revuelta animada por una sensación de injusticia? Entonces, razona el frívolo, sin preguntarse nada más allá de la mera constatación de la circunstancia, es correcto apoyarla y todos quienes participaron de ella obraron correctamente. ¿Pero no hubo actos violentos que dañaron a personas emprendedoras, trabajadores por cuenta propia? Es posible, dice el frívolo, pero eso no convierte a las personas en delincuentes, puesto que se trata de personas carentes a quienes empuja la injusticia. ¿Un policía sacó su arma al verse rodeado de una turba? Inaceptable, dice el frívolo. ¿Y si se hizo como la única forma de controlar el orden público y evitar daños materiales y personales? Tampoco, agrega, puesto que eso es criminalizar la protesta.
Y así.
Y por eso —porque lo que piensa el frívolo no deriva de razones, sino que posee ocurrencias a ras de las circunstancias—, no es raro que sus opiniones o puntos de vista cambien también como si nada, puesto que ellas no arraigan en razones, sino que flotan al compás de la coyuntura. ¿Un policía sacó el arma? Se repite la misma pregunta anterior y ahora el frívolo dice con energía: ¡La policía cuenta con todo nuestro apoyo! Pero, se reitera la pregunta, ¿no había personas carentes que movidas por la injusticia causaron daño? ¡Nada justifica la violencia!, responde ahora con pareja energía. Esos cambios no son muestra de oportunismo, puesto que esta es una actitud racional para sacar ventaja. El frívolo en cambio no llega a ser oportunista, lo que ocurre es que en el fondo todo en él es vacuidad, un vacío de sentido que cree llenar con superficialidades. Por eso Nietzsche sugiere que el nihilismo tiene dos variantes (ambas se han experimentado de cerca): el fanatismo, que consiste en inventarse una creencia y aferrarse a ella (ciertas prácticas alimentarias, la bicicleta como forma de vida, la adhesión a un club deportivo, etcétera), o la frivolidad (que consiste en transitar de una a otra).
Así entonces, lo que se acaba de constatar a propósito de las pensiones de gracia es más grave de lo que aparenta, porque no revela ni un tropiezo burocrático ni un desconocimiento de la maraña reglamentaria que rige el Estado, ni es un defecto de los procedimientos existentes ni un motivo noble que lleva a cometer errores. No es exactamente ese el problema (y si ese fuera, sería sencillo de remediar).
El problema es otro.
Es la frivolidad, esa mezcla de insustancialidad y veleidad —acompañada del buenismo, que es su dimensión moral— la que parece estar infectando el manejo de los asuntos públicos. Ese es el principal problema que hoy se padece.