Uno de los hechos más sintomáticos de la cultura del Chile contemporáneo —cultura, en el sentido antropológico de la palabra, no en el sentido de alta cultura— es la invitación cursada por los organizadores del Festival de Viña a Peso Pluma. El cantante mexicano emplea los códigos de la música popular para describir en primera persona, y a veces encomiar, lo que se ha llamado la cultura narco.
¿Es razonable invitar a alguien como él al evento popular más importante de Chile, cuyo papel en la difusión de códigos y costumbres es innegable?
Dentro de las cosas que se han dicho a propósito de este caso hay algunas tonterías que, desde ya, conviene despejar. Se ha dicho, por ejemplo, que impedir la presencia de ese cantante en el festival significaría incurrir en “censura o discriminación”. Es flagrante la tontería que se esconde en ese argumento. La censura se ejerce en general por el Estado, mediante medidas coercitivas; pero llamar censura a la elección de un cantante es simplemente absurdo. Usted, evidentemente, no censura a Javier Marías si, a la hora de comprar un libro, escoge uno de Vargas Llosa y deja al primero en la estantería. O si, luego de hojear a Vargas Llosa, lo deja en el estante y prefiere comprar el de Marías.
De manera que no se censuraría a Peso Pluma o cualquier otro si se decidiera no invitarlo o se le revocara la invitación, como no se censuró a los competidores de Peso Pluma en el mercado de la música popular cuando se lo prefirió a él y se descartó a los otros.
Tampoco, desde luego, se lo discrimina. Decir que algo es feo, o tonto, o perjudicial o aburrido, por esto o por aquello, o aseverar que no es artístico, tampoco equivale a discriminar, significa simplemente dar razones en favor de una determinada preferencia. Discriminar significa hacer diferencias fundadas en criterios irrazonables o lesivos de la dignidad, como, v.gr., emplear la etnia, o el género o el origen de clase a la hora de distribuir beneficios. Y nada de eso se observa en este caso. Decir que su presencia promueve la cultura narco, anestesiando de parte de las audiencias la mirada crítica frente a él, puede ser acertado o erróneo, puede exagerar la influencia de la música en la conducta social, pero discriminatorio no es.
Pero el argumento más significativo de los tiempos que corren no son los que se acaba de descartar (que, después de todo, no son significativos de los tiempos, sino de simple ignorancia o tontería), sino otro que se formuló en favor de la invitación que se había cursado. Se le invitó, se dice, atendido que Peso Pluma es un cantante global, alguien que ha trascendido fronteras, recibido premios prestigiosos y que vende millones de discos, representante de una sensibilidad extendida hoy entre los jóvenes y las audiencias. Todo eso al parecer es cierto. Equivale a lo que pudiera llamarse el argumento de mercado por excelencia: si algo es demandado por la mayoría, medida en ratings o compras o audiciones, entonces merece ser promovido. Sin embargo, ¿todos esos datos obligan a enmudecer el juicio crítico respecto de lo que Peso Pluma representa?
Es verdad que lo que dice este cantante y las cosas que promueve, los signos externos con que subraya su identidad son hoy ampliamente compartidos. Pero, como es obvio, no basta que algo sea mayoritario, incluso abrumadoramente mayoritario, para que deba aceptárselo, o promoverlo. Creer eso es una simple superstición estadística. Lo propio de quienes manejan el espacio público —parte del cual es, en algún sentido, el festival— es poseer algún discernimiento respecto de lo que en él circula. En otras palabras, puestos a elegir, se trata de elegir bien. Y ceñirse a cuestiones como la abrumadora mayoría que endosa esto o aquello no es una buena razón, por sí mismo, para preferirlo.
Sin embargo, hay que tener cuidado con creer que porque Peso Pluma habla de la cultura narco, pertenece a ella. No hay que confundir las cosas poniendo en el mismo saco la creación musical, por una parte, y la cultura que en ella trasluce o se expresa o se describe, por la otra. Esa confusión habría impedido que se publicara el espléndido Arte Marcial, de Bruno Vidal, con el argumento de que el hablante promueve los crímenes de la dictadura. O debiera haber conducido a impedir la difusión de decenas, sino centenas de canciones de rock, que en su tiempo se manifestaban a favor de consumo de drogas o en contra de la familia y cosas de esa índole. La confusión entre la creación artística (en mérito del argumento concedamos que Peso Pluma es un creador en ese sentido) y la realidad de la que habla o que en ella se expresa (la cultura del narco) es frecuente, pero no es razonable.
¿Significa todo lo anterior que no hay razones para abogar por que se le retire su contratación?
Una razón subsiste: median diferencias entre un cantante como Peso Pluma y la creación artística indudable. La creación artística permite asomarse a lugares que el lenguaje se niega paradójicamente a expresar, y al hacerlo introduce reflexividad en la vida social. Y esto último, asomarse a una realidad introduciendo reflexividad en ella, es lo que falta en estos productos musicales que no son más que simple mercancía diseñada al compás del gusto, una expresión más de la plasticidad de la sociedad moderna que logra convertir todo —desde la religión al narco— en un producto de entretención.
Desde ese punto de vista, Peso Pluma y la ligereza al elegirlo, o los enrevesados argumentos a la hora de defender su elección, son la mejor muestra de lo que Nietzsche llamó nihilismo, que no es la ausencia de valor sino la propensión de la cultura moderna a concederle valor a cualquier cosa.
Por eso, nunca mejor puesto el nombre: Peso Pluma.