Llevamos años, décadas, discutiendo cómo aumentar las pensiones. Sistemáticamente, desde la política se ha optado por dos cosas: 1) ignorar el problema real, el del bajo ahorro para pensiones; 2) desde un sector de la política, se optó simplemente por mentir e instalar que a los chilenos les habían robado sus ahorros y que la administración privada del sistema era culpable de las bajas pensiones. Hoy, cuando lo deseable sería enfrentar la recta final de ese debate, se está discutiendo una reforma que es mala, sin soporte técnico y que no se hace cargo del problema de fondo.
Da pena tener que decirlo: ojalá que se rechace para no seguir agravando el problema para las futuras generaciones. No nos engañemos: el proyecto en discusión, supuestamente sobre las “pensiones” y su monto, en realidad tiene otros objetivos con un efecto común: a la larga, dinamitar al menos dos de los tres elementos centrales del sistema actual: 1) un sistema basado en ahorros en cuentas personales, 2) complemento a las pensiones insuficientes mediante la redistribución de ingresos con cargo a impuestos generales en el marco de la Pensión Garantizada Universal, y 3) un sistema blindado de la captura y populismo político.
La discusión de años ha dejado de manifiesto ciertos consensos técnicos mínimos entre los expertos: nuestras bajas pensiones se explican en lo medular por: (1) la fragilidad de nuestro mercado laboral y la baja tasa de ocupación formal. Menos del 40% de las personas en edad de trabajar se encuentran cotizando, (2) a pesar de que la expectativa de vida aumenta, no hemos aumentado la edad de jubilación, a diferencia de 20 de los 38 países de la OCDE. Es matemática básica: cuando con los mismos ahorros se requiere financiar más años de vida, la pensión resultante es más baja, (3) nuestra tasa de cotización del 10% es muy inferior a lo observado en otras partes del mundo, como en la OCDE que en promedio es del 18%. En resumen, menores ahorros = menores pensiones.
En realidad, si se analiza bien, la propuesta previsional del Gobierno se asemeja más bien a un alza de impuestos. De los tres problemas enunciados, el proyecto aborda, y solo parcialmente, apenas uno. Se plantea aumentar en 2% el ahorro en cuentas personales y el resto va a un fondo colectivo que financiará mayores pensiones para los actuales jubilados, pero también otras políticas públicas, que, si bien pueden ser dignas de discutir, poco o nada tienen que ver con la discusión previsional.
Los números hablan por sí mismos. En caso de que el aumento de cotización se destine en su totalidad a las cuentas de ahorro personales, las pensiones en el mediano y largo plazo aumentarían en cerca de un 60%, mientras que la promesa de esta reforma —promesa de papel, ya que no se han acompañado estudios técnicos que la respalden— la aumentaría en solo un 19% para los hombres y un 38% para las mujeres.
Ello nos enfrenta a un segundo problema. Así como la discusión política no ha estado acompañada de informes y evaluaciones técnicas, tampoco se ha definido un objetivo que es esencial en esta discusión: ¿cuál es la tasa de reemplazo, qué porcentaje de las remuneraciones del trabajador activo se aspira que nuestro sistema de pensiones le entregue cuando esté pensionado?
La OIT en su momento sugirió que era esperable que un sistema de pensiones para alguien que cotice 30 años entregue una tasa de reemplazo de al menos un 45%. Nuestras pensiones están por sobre ello y si eso es suficiente o insuficiente es una discusión digna de tener, pero que es difícil abordar cuando ni siquiera se plantea, cuando simplemente se renuncia a fijar esa meta objetiva. En ausencia de esa meta claramente definida siempre va a emerger la presión y tentación política de desfinanciar las pensiones futuras para aumentar las de hoy. Esa espiral de populismo que a la larga deja más pobre en su vejez a los pensionados futuros es conocida y obvia.
Todo lo anterior, lamentable en sí mismo, no puede hacer que ignoremos el objetivo político de quienes, más allá de si las pensiones aumentan o no, lo que realmente quieren es cambiar de manos la administración de los ahorros de pensiones. Cuando el PC comenzó hace ya casi dos décadas su campaña por terminar con las AFP, no lo hizo simplemente pensando en terminar con un “símbolo”, sino con el de poner los enormes fondos de ahorros de pensiones al alcance del Estado y la política.
Ese objetivo implicaría para los trabajadores vivir con la amenaza permanente del “manotazo”, de que sus ahorros sencillamente no estén el día de mañana. Porque hay muchos que se conforman simplemente con la ilusión de ver esos enormes fondos, tal vez incluso en cuentas personales, pero administrados por una gran mano única, una mano estatal en su origen y en los criterios con que actúa, en definitiva, una mano controlada por la política.
Lamentablemente, el proyecto que hoy se apura burdamente en los pasillos del Congreso es un caballo de Troya que trae de todo y que en definitiva empobrecerá a las futuras generaciones.