No obstante haber perdido el plebiscito, la derecha tiene las de ganar la lucha por instalar su narrativa de por qué pasó lo que pasó desde el estallido hasta su reciente derrota. En esa batalla cultural, tal vez más importante que el resultado electoral mismo, la derecha democrática corre el riesgo de entusiasmarse, resbalar y terminar metiéndose autogoles.
La manida frase de que las elecciones no se ganan ni se pierden, sino que se explican, junto con reírse de que ningún bando acepte su derrota, puede expresar también algo más relevante. La manera como nos terminamos explicando las experiencias y las preferencias colectivas configura el devenir político.
La explicación del estallido como el descontento por los 30 años fue decisiva para el repliegue cultural de la centroizquierda, la derrota de la derecha y el triunfo de la nueva izquierda. Una vez instalado que Chile había despertado; que la violencia no era condenable y que solo había que administrarla con empatía; que la mesura y el gradualismo de los 30 años equivalían a cobardía execrable, y que no saldríamos sin un cambio de modelo y una Constitución escrita desde una hoja en blanco; una vez instalado en la cultura ese escenario-ideario, tan solo la nueva izquierda podía gobernarlo.
Ahora la derecha, con notable vigor y concierto, emerge de su derrota electoral —apenas un rasguño— y despliega otra narrativa, siguiendo la ley del péndulo: el estallido no fue más que una expresión violenta del lumpen; el único descontento masivo fue por la falta de satisfacción de necesidades básicas —salud y pensiones—; la lectura de que los males y las soluciones estaban en la Constitución fue un error de proporciones; estos cuatro años han sido un puro despilfarro de tiempo, energía y recursos y la salida pasa por olvidarse de reformas estructurales, para qué decir de cambios al modelo, para concentrarse únicamente en el crecimiento.
La izquierda y la centroizquierda, victoriosas en el plebiscito, carecen ahora de relato. La cancha está despejada para que la narrativa de la derecha se imponga culturalmente. Su triunfo político consiguiente es cosa de tiempo.
Pero tiene riesgos el entusiasmo de la derecha por hacer de los cuatro años una mera pesadilla. Aunque la violencia octubrista haya sido un puro y desenfrenado carnaval juvenil, que no lo fue, ello no responde y ni siquiera se pregunta cómo y por qué se anida tal violencia entre tantos jóvenes. La pesadilla pudo haber pasado, pero sus causas no han sido intervenidas. Cualquier diagnóstico debiera llevar a pensar en medidas más estructurales que asistenciales.
La versión que enarbola la derecha, la falta de satisfacción de necesidades básicas, no sirve para explicar por qué la marcha del 25-O, la más masiva de la historia de Chile, siguió a los días más violentos del estallido y no precisamente para repudiarlos. La mayoría, según encuestas de la época, justificó el uso de métodos violentos, al punto que muy pocos líderes de opinión se atrevieron a condenar el uso del fuego o el matonaje del “El que baila pasa”. Por ahora hay hastío con la violencia; pero estamos lejos de haber legitimado suficientemente los métodos políticos para solucionar nuestras diferencias. ¿La sanarán el crecimiento y el asistencialismo?
El tercer riesgo de la lectura de la derecha es que, al sostener que estos cuatro años fueron solo un despilfarro, no saque ninguna lección ni rescate ninguna experiencia. ¿Acaso no aprendimos que de las crisis se puede salir con elecciones que deciden cuestiones convocantes, aunque no rindan frutos constitucionales? ¿Acaso no sabemos más de lo que podemos y de lo que no podemos pedir a una Constitución? ¿Acaso no hay cuatro o cinco consensos constitucionales luego de tantos debates? ¿No implementaremos cambios institucionales porque ahora solo hay que concentrarse en el crecimiento, como si una mejor institucionalidad no incidiera en mayor crecimiento?
El cuarto, y el más importante de los riesgos, es que la derecha no haya aprendido que o su proyecto es más inclusivo o está destinado al fracaso. La acusación al ministro Montes es la mejor demostración de que no lo ha hecho.
Me temo que en la próxima elección presidencial caben dos alternativas. O gana un proyecto inclusivo —la izquierda joven tiene todavía poca vocación de eso— o gana la demagogia y la rabia contra la política. Si la derecha exacerba su relato, puede ayudarse a llegar a La Moneda, pero su estadía en Palacio puede volver a ser un infierno.