Entre los muchos tópicos que cabe sopesar para decidir cómo votar el 17, tres me parecen de la mayor relevancia: ¿Cuál texto establece una mejor Constitución para Chile? ¿Cuál logrará cerrar el proceso? ¿Cuál alternativa tiene mejor opción de mejorar un ambiente político que viene defraudando a la ciudadanía hace ya diez años?
La propuesta constitucional presenta un avance significativo que ha resistido bien las críticas: las medidas para abatir la dispersión de partidos políticos y díscolos en el Congreso. Puede no ser la mejor opción o la más eficiente; no garantiza la gobernabilidad, ni menos mejorar el clima político; todo eso es cierto, pero con la dispersión actual no hay gobernabilidad posible y sin gobernabilidad, no habrá seguridad, ni salud, ni pensiones, ni mejorará la educación pública, ni un largo etcétera, que ya amenaza el bienestar y la misma democracia.
No veo ninguna otra ventaja importante en la propuesta constitucional. Todos los demás cambios relevantes me parecen voladores de luces o despropósitos. El mayor pecado de la propuesta es su obesidad y, como suele ocurrir a los textos obesos —hasta aquí patrimonio de las izquierdas latinoamericanas—, generan un conjunto de rigideces, de incertezas, generan judicialización y cometen errores impensados. Si se aprueba, se meterán palos entre los rayos de la ya muy debilitada bicicleta en la que pedaleamos contra la delincuencia, contra la corrupción, en el regular funcionamiento de la administración pública y en el del Poder Judicial. Son demandas centrales de la población las que enfrentarán dificultades extraordinarias y difíciles de superar.
La alternativa, el texto vigente, es, a mi juicio, una buena Constitución. Ha sido despojada de los rasgos antidemocráticos que alguna vez tuvo. Sabemos lo que significa y, más allá de la propaganda, ha permitido libertad, bienestar y estabilidad democrática. Optar por ella implica, sin embargo, un problema grave y un dilema: el primero es que las reglas sobre composición del Congreso (las electorales no están en la Constitución, pero igual cabe considerarlas) implican mantener la fragmentación y es improbable (no imposible) que ellas sean reformadas en el Parlamento. Eso deteriora mucho la gobernabilidad, la solución política de los problemas de la gente. La segunda es que carece de legitimidad social y entre 2019 y 2021 el Congreso no la respetó y nadie salió a defenderla. Cualquier Constitución es mejor que ninguna, podría argumentar un partidario del A favor. Si gana el En contra, ¿podrá la Constitución vigente recuperar legitimidad o, al menos, obtener un generalizado respeto a su validez? Esta pregunta me parece central.
¿Cuál alternativa promete terminar con el carrusel constituyente que tiene al país cansado y frustrado? Si gana el A favor, tendrá la ventaja de un texto aprobado en democracia y por métodos democráticos. Tendrá el inconveniente de las constituciones obesas. Estas, al sobreescribir, privan a la democracia de decisiones que cabe tomar a la mayoría. Por lo mismo, nunca se asientan como textos compartidos; son necesariamente de unos, mientras los otros la sienten como enemiga. El En contra, por su parte, ¿logrará resucitar una Constitución que estuvo agónica? ¿La respetará la izquierda? ¿Es probable que tome vuelo la propuesta de un nuevo proceso constituyente en un país cansado de aquello? La respuesta, creo, es no, cualquiera sea el resultado.
¿Y cual de las dos logrará mejorar el ambiente político, propiciar un clima de mayores acuerdos, mejorar la calidad de la política y de la gestión del Estado? Si gana el A favor, ¿logrará crearse ese clima? Si gana el En contra, ¿veremos a izquierdas y derechas emerger de la borrachera constitucional que cada uno tuvo con la humildad suficiente para mejorar el clima político?
Al final, tengo una tenue esperanza, si es que gana el En contra: que, por fin, nos hagamos la pregunta con la que siempre debimos haber comenzado: ¿Cuáles son las 3, 5 o 10 cuestiones que debemos cambiar de nuestra Constitución para mejorar el funcionamiento del Estado y nuestra convivencia? Los países no mejoran a saltos.
El fumadero de opio no estuvo en que las izquierdas primero y las derechas después soñaran con una nueva Constitución. La alucinación ha consistido en haber imaginado que un texto constitucional puede lograr lo que solo puede alcanzarse con sangre, sudor, lágrimas y reconocimiento de la dignidad del que piensa distinto.