En “Capitán de mar y guerra”, de Peter Weir, se recoge una práctica que se remonta a la Antigüedad: cuando un buque tenía serios problemas, los marineros pensaban que la divinidad estaba enojada con uno de los tripulantes. ¿Qué hacían? Lo arrojaban al mar, para calmarla. Esa víctima era el “Jonás”.
En noviembre de 2019, en medio de una violencia desatada y una grave crisis política y social, se difundió una convicción en el mundo político: a menos de que se impusiera una solución violenta, alguien o algo tenía que ser sacrificado. No entraré aquí en la cuestión de si la crisis era evitable o si el gobierno y la oposición podrían haberla enfrentado de otra manera. Solo quiero recalcar que se buscaba un Jonás, una víctima sacrificial que calmara los ánimos, diera al país una salida política, y encauzara la crisis por la vía institucional.
Solo había dos candidatos para ser sacrificados: Sebastián Piñera y la Constitución de 1980/2005. La primera salida era en extremo peligrosa, porque nos llevaba por un camino que ya ha sido recorrido por otros países latinoamericanos, con frutos amargos. Solo quedaba cambiar la Constitución.
Chile tenía, ciertamente, un problema constitucional, que no fue tratado a tiempo. Sin embargo, parece claro que no era “el” problema que nos aquejaba. Con todo, en ese momento se lo puso en el centro de la discusión, para que el protagonismo pasara de la calle a la política institucional. Quizá no había otra solución y, de hecho, unos meses después, el 80% de los chilenos la respaldó.
Desde entonces, nuestra vida política se constitucionalizó. En un breve pero interesante libro que acaba de aparecer (“La sociedad del delirio”), el jurista español Antonio-Carlos Pereira califica al Chile actual de “laboratorio constitucional de la humanidad”. Confieso que no me sentí orgulloso de esa denominación, porque se trata de una obra que describe la profunda crisis cultural —una verdadera mutación antropológica— que caracteriza a nuestro tiempo.
Los observadores extranjeros están estupefactos. Si bien el resultado del 17 de diciembre aún es incierto, en caso de ganar el “En contra”, los chilenos habríamos realizado un largo camino, gastado un tiempo infinito e invertido una cantidad incalculable de recursos en nada. Finalmente, el Gobierno, buena parte de la izquierda y un sector de la centroizquierda, coincidieron en que conviene quedarse con lo que hasta ayer muchos llamaban de manera despectiva “la Constitución de Pinochet”.
La situación actual es confusa y no tengo claro que la franja televisiva ayude a clarificarla. Ya no hay un texto que infunda temor a demócratas de centroizquierda y derecha, como sucedía el año pasado en beneficio del “Rechazo”. La propuesta actual tiene cosas buenas, pero también defectos. El principal me parece que es uno señalado por Jorge Correa Sutil: se trata de una “Constitución obesa”. A muchos nos habría gustado un documento más breve.
¿Por qué no fue así? Entre otras razones, porque el anteproyecto de la Comisión Experta tampoco era breve y además presentaba vacíos en salud, seguridad y modernización del Estado.
El texto actual incluye materias que no abordaba el texto de la Comisión Experta, y otros que no están en la Constitución vigente, pero que responden a antiguas demandas de la izquierda (Estado social, reconocimiento constitucional de los pueblos originarios, valoración de los cuidados, alusión al cambio climático y el respeto a los animales, por ejemplo). También agrega disposiciones que tranquilizan a la derecha y a la mayoría de los chilenos, como la propiedad de los fondos de pensiones o una regulación más estricta de la inmigración.
En este contexto, tampoco faltan argumentos a quienes apoyan la postura “A favor”. A mi juicio, el principal no es muy romántico, pero debería tener fuerza para los que aman la Constitución que nos rige: el año pasado se bajó su quorum de reforma, y esto facilita vaciarla de contenido en materias importantes. ¿Tiene que ser necesariamente así? No, en especial si uno cree en la sinceridad de la adhesión del PC a la declaración de quienes dicen que, si gana el “En contra”, no volverán “hoy” a levantar el tema constitucional. Pero es una apuesta peligrosa.
No entro en los temas de contenido, que cada uno podrá analizar. Con todo, hay un argumento político que no conviene omitir. Durante décadas, la izquierda ha insistido en la ilegitimidad de origen de la Constitución actual. Si gana el “A favor”, aunque sea por estrecho margen, ya nadie podrá decir lo mismo mañana. Este texto respeta los doce bordes señalados por todos los partidos políticos; fue aprobado por un Consejo elegido por la ciudadanía, y habrá sido refrendado por ella.
Ciertamente, en ese caso, Daniel Jadue no podrá celebrar y seguirá refunfuñando hasta el final de sus días, pero al menos no podrá objetar el proceso. Esta sería una Constitución nacida en democracia, ese viejo medio de resolver nuestras diferencias que lleva a resultados imperfectos y grises, pero que urge reivindicar hoy. No olvidemos que, según la reciente encuesta CEP, un 25% de los chilenos piensa que una forma de gobernar buena o bastante buena es “tener un líder fuerte sin Congreso ni elecciones”.