Ustedes son una generación perdida, le dijo Gertrude Stein a Hemingway, según recuerda este último en su libro “París era una fiesta”. No resultó cierto porque Hemingway y Fitzgerald, entre otros, hicieron aportes invaluables a la literatura.
Pero al parecer, no es el caso de la generación que hoy está en el poder del Estado. Esta sí parece perdida.
Fue lo que dijo, con verídica crudeza, el decano de la Universidad de Chile José De Gregorio, al graduar a una generación de estudiantes. Lo tuvieron todo, les dijo, y lo perdieron todo. Fueron capaces de alertar sobre algunos de los problemas de la modernización de Chile, especialmente en la educación, accedieron al poder, empujaron el cambio de la Constitución de 1980, y han acabado, o están a punto de acabar, defendiendo a esta última, tropezando con las reformas educativas, haciendo un lío con el manejo del Estado y emboscando lo que hasta ahora es su fracaso en múltiples pretextos.
Las palabras de De Gregorio son dignas de destacar, puesto que hasta hace muy poco había, en la cultura chilena, y para qué decir entre las autoridades universitarias (excepto los casos como el de De Gregorio), una cierta beatería juvenil, la idea de que los jóvenes, la nueva generación, esa que salió a las calles enrostrando a todos la torpeza, la cobardía, la ineficiencia y la falta de sensibilidad de los últimos 30 años, aquella para la cual el pasado era un fracaso colosal e ininteligible, llegando al extremo de sobreponer al rostro de Bachelet y Lagos una diana a la que disparar, constituía un repositorio de ideales refrescantes y de pureza. Todo esto era obviamente absurdo, flagrantemente erróneo; pero el pretexto de los años, que tampoco eran tan pocos y para qué decir ahora, parecieron justificar y hacer comprensible cualquier demasía, cualquier tontería.
Pero llegados a este punto, la pregunta que cabe plantear es la siguiente: ¿qué pudo ocurrir para que esta generación acabe destacándose y merecer aplausos no por sus logros o su lucidez, sino nada más que por los alardes de entusiasmo que el Presidente puso al asistir a los Juegos Panamericanos?
Los factores han de ser varios, desde luego, pero algunos pueden identificarse.
Está, desde luego, un cierto desprecio por la herencia que es propio de la modernidad. La herencia concebida como la adquisición de ventajas inmerecidas debido a la pura genealogía, merece, sin duda, el rechazo. Pero no ocurre lo mismo con la herencia moral y cultural que los más viejos dejan, como un legado, a las nuevas generaciones. Esa herencia, ese precipitado de aciertos y de errores, representa la continuidad intergeneracional y permite que los más jóvenes se reconozcan hasta cierto punto en los más viejos y recojan de ellos parte de su experiencia. Pero hay momentos —Chile está saliendo de uno de esos momentos— en que se vive una rebelión antigenealógica, entonces se expande la conciencia de que el pasado inmediato fue una suma de errores y que en vez de permitir que se abreve de él, hay que arrojarlo lejos y rechazarlo como una suma de renuncias. Y entonces los más jóvenes creen que es posible saltar al futuro sin hincar los talones en el pasado. El resultado, como es obvio, es que el salto no es tal, es un mero ademán, una imitación de lo que se intentó.
Pero esta no es solo una generación, vaya la paradoja, antigenealógica. Es también una generación anómica.
Vino al mundo en la época en que los grupos primarios —la familia, el barrio, los sindicatos, los partidos, la iglesia— entraron en crisis, dejando así a una parte de esta generación a solas con su subjetividad; ese es el tiempo en que aparecen las redes sociales, en cuyo interior se configura una identidad abstracta, distinta a la que se tiene frente a los cercanos, y son los años en que se expande la educación superior, con hijos ilustrados cuyos padres tienen educación incompleta, y en fin, es cuando se produce la expansión del consumo, quizá el signo más notorio del cambio en las condiciones materiales de la existencia.
Esa suma de factores dejó a las nuevas generaciones a solas con su subjetividad y el resultado está a la vista: inflamados de convicciones y de entusiasmo accedieron al poder, y cegados, narcotizados por esas mismas convicciones y por esos mismos entusiasmos, no han sido capaces de conducir con eficiencia el Estado y de comprender los problemas que aquejan a la sociedad.
Son, pues, una generación perdida, tanto en el sentido que esa expresión tuvo en boca de Gertrude Stein como en el sentido más corriente de extraviada, esta vez en el laberinto del Estado.