Uno de los rasgos más propiamente humanos lo constituye la intimidad, ese ámbito donde se forman las preferencias, se elaboran los pensamientos, se atesoran los afectos y se forjan los deseos. Lo íntimo así definido es aún más profundo que lo privado, puesto que esto último puede incluir actos de los que participen terceros, solo que escapan a la injerencia no consentida. Lo público, en cambio, es lo que debe estar a la vista y el escrutinio de todos, porque todos se ven afectados por él.
¿A qué viene esta distinción tan obvia?
Lo que ocurre es que el Presidente fue grabado visitando un condominio acompañado de una mujer y, enterado de eso, un diputado, a pretexto de protegerlo, se ha permitido inquirir oficialmente detalles de la visita, incluyendo las horas de entrada y salida del condominio. Por supuesto, el diputado niega cualquier propósito de fisgonear y, en cambio, sostiene que es su preocupación por la integridad física del Presidente, el celo por la intangibilidad presidencial, lo que lo mueve a preguntar, con rara delectación y escrupulosa curiosidad, los detalles. En forma paralela, y es probable que, movido por la revelación de ese hecho, el Presidente ha comunicado su ruptura con Irina Karamanos la que, luego, esta última confirmó con inteligente sobriedad. La comunicación del Presidente está plagada de detalles propiamente íntimos, parrafadas sentimentales y frases que quieren ser poéticas —todo hay que decirlo— y que, por lo mismo, habrían quedado mejor en un secreto y pudoroso diario de vida.
¿Es razonable todo esto? ¿Es correcto que la opinión pública deba enterarse de lo que el Presidente hace con su vida íntima, al extremo de que un diputado se vea autorizado a pedir información oficial acerca de las circunstancias en medio de las que esa vida se desenvuelve? ¿Está obligado, por su parte, el Presidente a dar detalles acerca de su ruptura, yendo más allá del simple hecho y agregando detalles de la afectividad que todo eso supuso y supone para él y para ella?
Es verdad que quien ejerce un cargo público —y para qué decir quien desempeña la jefatura del Estado y de gobierno— posee un umbral de protección a su vida personal más ligero que el que posee una persona común y corriente. Y la razón es obvia: lo que un Presidente hace o no hace, lo que dice o lo que calla, lo que padece o disfruta, ordinariamente afecta, para bien o para mal, la vida y los intereses de la ciudadanía la que, entonces, tiene el derecho de saber. Los casos más conocidos son obvios. Mitterrand no tenía derecho a ocultar que padecía cáncer o pedir a su médico que emitiera informes falsos sobre su estado de salud, y los argentinos debieron saber que cuando eligieron a Perón, este estaba desahuciado y que en realidad a quien elegían era a Isabel. Los peruanos tenían derecho a saber que Alan García se había sometido a una cura de sueño, cuya prescripción indicaba que podía carecer de competencia para el cargo. El quehacer sexual de Clinton era cosa suya, salvo que lo ejercitaba con becarias, en la Casa Blanca, mientras atendía asuntos de Estado. En todos esos casos el interés público es flagrante. Pero, en cambio, no lo es en el caso de François Mitterrand, que prefirió mantener en las sombras a su hija y nunca peroró acerca de la moral filial. Todos esos casos, por lo demás, no eran relativos a la intimidad (la esfera de los afectos y la formación de preferencias), sino que eran relativos a la privacidad (la esfera que supone afectación o participación de terceros).
¿Qué decir, a la luz de esos casos, respecto del Presidente Boric?
Desde luego, la visita del Presidente a quien le plazca y los vínculos que establezca no parecen comprometer, al menos prima facie, intereses de terceros, y no hay motivo alguno para que el público se entere, murmure o, como el diputado aquel, se esmere ansioso en fisgonear. En consecuencia, el diputado deberá reprimir la curiosidad que lo inflama y desasosiega y, en vez de intentar apagarla enviando oficios, debiera sublimarla ocupando su tiempo en meditar acerca de las leyes.
El Presidente, por su parte, no debe cometer el error de renunciar a su intimidad escribiendo en las redes cartas meditabundas y sentimentales, porque los efluvios de su corazón (la frase se justifica para estar a la altura del texto que él escribió) no debieran interesarles más que a él y a sus cercanos y, dentro de estos últimos, tampoco a todos, sino solo a los que él hubiera elegido de confidentes. Pero esto de hacer de la propia vida sentimental un asunto de comunicación política carece de toda justificación y además es ineludiblemente impúdico. Es probable que provea algunos réditos en esa parte de la ciudadanía que gusta de las revistas del corazón o de espiar los realities; pero dañará en el futuro al Presidente y al político de talento porque después de haber abierto su corazón (es de esperar que esta frase siga a la altura), no podrá cerrarlo más y los periodistas tendrán todo el derecho de seguir sus aventuras sentimentales porque, es de esperar que sin darse cuenta, acaba de autorizarlo él mismo, al mostrar con intentos de poesía los temblores que todo esto (disculpen el exceso sentimental) le causa, según ha comunicado, en el alma.