El Presidente Boric acaba de confesar que lee poco los diarios; aunque puede constatar (es probable que de reojo, puesto que según confiesa no los lee) que hay en ellos un “afán por preferir las malas noticias”:
“Yo no sé cómo —concluyó— quienes siguen leyendo los diarios ‘El Mercurio', La Tercera, La Segunda, queda su corazón después de esto, porque en verdad pareciera como si viviéramos en un país infernal y no estamos en eso”.
Es encomiable la preocupación del Presidente por el corazón de los lectores de este diario (y de La Tercera, claro), pero habría que aclararle que en general la gente lee los diarios no buscando un bálsamo para el espíritu (o como el Presidente prefiere, para el corazón), puesto que para eso hay disponibles cosas más eficaces, sino para formarse una opinión acerca del mundo que tenemos en común y especialmente para escrutar a quienes, como él, poseen el poder. De manera que, en general, el corazón de los lectores (y es de esperar que el del Presidente también cuando se atreve a mirar de reojo los titulares) está a salvo luego de leer los diarios. No debiera entonces el Presidente preocuparse por la salud cardíaca o espiritual —o mental como hoy día se prefiere decir— de quienes hojean el periódico. De lo que sí debiera preocuparse es de la salud de la democracia si los diarios no existieran.
Si los diarios no existieran (o, lo que es casi lo mismo, si nadie los leyera como el Presidente parece anhelar), quienes manejan el Estado podrían hacer lo que les place, puesto que nadie se enteraría de los estropicios que se cometen en la esfera pública, las tonteras que a veces dicen quienes manejan el Estado quedarían impunes (y mal enseñarían a la gente), los discursos y las frases que se premeditan cuidadosamente lograrían en parte su objetivo (puesto que nadie subrayaría el ridículo en que se suele incurrir con ellas) y, en general, el debate democrático se pondría anémico hasta casi languidecer.
Es verdad que los diarios (todos los diarios, que son hartos más que “El Mercurio” y La Tercera) a veces cargan las tintas en las malas noticias y subrayan más de lo debido este o aquel error o alimentan, por puro afán de atraer a los lectores, la polémica y la discordia verbal o acentúan, más de lo necesario, creando a veces alarma, este o aquel incidente o dan más preferencia a uno que a otro y, como cualquier persona es capaz de advertir, relegan a páginas interiores a este o aquel según se acompasen o no a determinadas preferencias. Todo eso es indudablemente cierto. Pero nada de eso ha de hacer olvidar que la esfera pública sería peor, o sería casi inexistente, si la prensa escrita no existiera y si en vez de “El Mercurio”, La Tercera, La Segunda o los diarios regionales, la ciudadanía contara nada más que con los matinales o las redes para enterarse de las cosas que ocurren y que configuran poco a poco el mundo que tenemos en común.
Como lo subraya una parte importante de la literatura, en el siglo XVII se comenzó a constituir un ámbito que contribuyó a la aparición de lo que hoy conocemos como democracia. Ese ámbito habría surgido junto a los cafés y la prensa escrita. Gracias a esta última los ciudadanos se enteran del mundo en común, dejan de ser una masa o una mera suma de individuos, se transforman en opinión pública, murmuran y critican a quienes están en el poder, y como consecuencia, al compás de la lectura se va expandiendo poco a poco una forma de sociabilidad que es la semilla de la deliberación pública tal cual hoy día la conocemos y que es indisoluble de la vida democrática. Antes que la prensa existiera, el poder se ejercía escenificándolo con ritos y ceremonias que lo alejaban de la crítica proveyendo a quienes lo ejercían de un aura celestial (a eso la literatura lo llama publicidad feudal, algo que todos los políticos añoran poseer) y es solo gracias a la prensa que se le obliga poco a poco a dar razones de lo que hace, se le vigila, y se le somete a escrutinio desproveyéndolo así de esa aura con la que a veces gusta revestirse para así hablar impunemente y recibir aplausos y palmotazos de los cercanos y los incondicionales (y tranquilizar de paso su corazón, el mismo que según confiesa el Presidente los diarios le agitan y sobresaltan).
Quizá después de esta explicación, el Presidente se atreva a abrir el diario (este o cualquier otro) sin miedo a que el corazón se le sobresalte. Para ello bastaría que recordara que ese desasosiego que teme sentir al mirar de reojo los titulares es la servidumbre que el poder paga para que podamos contar con una sociedad abierta.