Las reacciones frente a la guerra de Israel y Hamas han sido más bien confusas y lo más sencillo ha consistido en condenar a ambos por igual; tanto a Hamas por atentar contra la población israelí, como a Israel por bombardear Gaza.
Pero esa actitud (la del Presidente Boric, la del canciller) es la del espectador, que en vez de comprometerse (y el problema lo exige) hace equilibrios.
Una forma de eludir esa actitud que a nadie convence consiste en dar un vistazo al tema de la guerra, tal como se la analiza en la literatura.
De todas las meditaciones de la guerra, la de Clausewitz sigue siendo una de las más citadas; pero como suele ocurrir, también de las peor comprendidas.
Carl von Clausewitz formuló una concepción tripartita de la guerra, según la cual ella tendría tres componentes: el pueblo, que era portador de la pasión o de la enemistad; el ejército o la fuerza, a cuyo cargo estaba la astucia e inteligencia de la acción, y el gobierno, en cuyas manos estaría la definición política. La guerra era así, según este autor, una realidad compleja, camaleónica según cómo se combinaran esos elementos.
Sobre la base de estos habría dos tipos de guerra. Una de ellas sería la guerra total, donde se busca el exterminio del rival; la otra, aquella donde se busca imponer por la fuerza la propia voluntad. Clausewitz sugiere que la primera —y no así la segunda— es una pura construcción conceptual, puesto que, en la práctica, la política lograría orientar la pasión del pueblo y contenerla, de suerte que, alcanzado el objetivo, la paz se instalaría.
Así, la política contendría la pasión y evitaría la guerra absoluta: el propósito de exterminar al enemigo.
En la modernidad, sin embargo, observa Raymond Aron al comentar a Clausewitz, la política en vez de contener la pasión la exacerba, y provee pretextos para mantenerla inflamada. Napoleón incendió el continente en nombre de la Revolución; Hitler lo hizo en nombre del pueblo alemán, y Stalin lo hizo en nombre del proletariado.
¿Hay algo semejante a eso en el conflicto de Israel con Hamas?
Desde luego que sí, puesto que Hamas y el yihadismo (no el pueblo palestino, sino el yihadismo de Hamas, una distinción que suele olvidarse) agrede a Israel en nombre de una ideología absoluta, una ideología que persigue objetivos iliberales, antidemocráticos y la desaparición de Israel de la faz de la tierra. No persigue, en otras palabras, solo suprimir a un pueblo (esto ya bastaría para oponérsele), sino que es contrario a todas las sociedades que se organizan en torno a derechos liberales.
Este rasgo —una ideología iliberal de parte de Hamas que alimenta una guerra absoluta— es el que parece estar presente en el conflicto cuyo escenario es hoy día Gaza. Y la crueldad que allí se observa, los estropicios que ocurren, la inhumanidad que se padece, se debe, no hay que olvidarlo, no a una disputa en torno a objetivos que la política pudiera disciplinar o contener, como sería una disputa territorial, sino a que uno de los partícipes, Hamas, sostiene una ideología, una variante del yihadismo, que ha empujado una guerra total y absoluta contra el Estado de Israel.
Mirado desde un punto de vista moral, no cabe ninguna duda de que tanto la muerte de palestinos como de israelíes debe ser condenada, y tampoco cabe dudar del igual derecho a existir de ambos pueblos, pero ello no puede hacer olvidar que en este caso se trata también de luchar y oponerse a una ideología, a un fanatismo y a una exaltación religiosa que si triunfara acabaría amagando las libertades y la democracia.
Es obvio —y hay que subrayarlo una y otra vez— que el pueblo palestino tiene derecho a un Estado y un territorio propio y autónomo; pero la afirmación de ese derecho no puede traducirse en negar el derecho de Israel no solo a defenderse, sino a luchar, no, claro, contra los palestinos, sino contra quienes camuflados en ese pueblo y sus anhelos nacionales han hecho de la desaparición de Israel un objetivo explícito, enarbolando ideales y puntos de vista que son totalmente contrarios a la democracia liberal y los derechos humanos, y que si por un azar desdichado lograran triunfar y expandirse, importarían un retroceso de siglos en los ideales que subyacen a los derechos humanos.
Por eso hay algo de absurdo y ridículo cuando en algunos países (incluido Chile), ciudadanos se manifiestan a favor de la agresión contra Israel, enarbolan banderas multicolor, el símbolo del orgullo gay, o hacen flamear emblemas feministas o reclaman el derecho a la protesta, olvidando así que los gays serían perseguidos, cualquier protesta, reprimida y las mujeres, envueltas y sometidas —hay que cruzar los dedos para que algo así no ocurra—, en un mundo donde Hamas y el yihadismo, a pretexto de defender los legítimos derechos de Palestina, lograra triunfar.