Hoy una vez más Argentina celebra sus elecciones en medio de su “normalidad económica y social”: La inflación anual cerca de un 140%, el dólar informal casi triplica el valor fijado por la autoridad y una tasa de pobreza que ronda el 40%. Dramático y lamentablemente casi normal.
Hay algo que siempre me hace ruido cuando se habla de los “milagros” económicos de un país u otro. ¿Qué tiene de milagroso que un país prospere cuando se deja trabajar a la gente, se fomenta la inversión y el Estado está dedicado a producir seguridad física y jurídica en vez de hacerle zancadillas a los que quieren trabajar e invertir?
Lo “milagroso” sería que la prosperidad brotara de discursos encendidos y promesas buenistas. Lo “misterioso” es cómo la clase política desmantela y destruye sistemáticamente un país como Argentina, el único en la historia económica del mundo que, habiendo alcanzado el desarrollo, volvió al subdesarrollo; que de estar entre los países más ricos del mundo, compartiendo ese espacio con Estados Unidos, Bélgica, Australia, Nueva Zelandia y Reino Unido, los ve alejarse; los ve duplicar y triplicar su riqueza mientras se autocondena a una de las peores versiones de mediocridad, esa en la que un pueblo tremendamente talentoso y educado, con una tierra envidiablemente rica, se empantana en la demagogia y el populismo. Y lo “mágico” es creer que esa mediocridad y sus efectos no pueden terminar por condenar a otros países.
Argentina retrocedió en términos absolutos, respecto del “primer mundo” y también respecto de sus vecinos. Golpeados y todo, el año 80 el PIB per cápita argentino era el doble del de Chile. Hoy está por debajo del nuestro y, mientras Chile casi triplicó su ingreso per cápita en estas cuatro décadas, el de Argentina escasamente aumentó.
Por eso a los que, por ejemplo, llaman “milagro” al despegue económico y social de Chile en décadas pasadas, les pregunto si consideran también producto de fuerzas “milagrosas” lo que ha sucedido en Argentina, algo así como que el destino de los países es producto del azar, algo que se explica así como un mal resultado en el futbol: “No se nos dieron las cosas”.
El fuerte despegue económico y social de Chile a partir de mediados de los 80 no tuvo nada de milagroso: reformas estructurales para que la economía prosperara, reformas difíciles, junto a una atención meticulosa a los detalles de políticas sociales que efectivamente ayudasen a los más necesitados; décadas de estabilidad institucional y gobiernos que, a pesar de las diferencias que puedo tener con algunos de ellos, no estaban montados sobre discursos populistas ni fantasías fiscales. Todo muy afortunado, pero no milagroso.
Argentina ha sido todo lo opuesto. Y el registro detallado de los pasos que los han llevado por la ruta del empobrecimiento está repetidamente documentado (y conviene tener una copia a la mano para no creerse que somos un país inmune a los efectos de mercados del trabajo atrofiados, burocracias entronizadas, cargas tributarias voluntaristas, precios distorsionados y un manejo fiscal en que el Banco Central existe para producir los milagros que le pide la clase política).
Después de ver por milésima vez en algún noticiario a Milei gritando sobre la libertad, se me ocurrió consultar el Índice Mundial de Libertad Económica del Fraser Institute (Canadá) y buscar algunos números que puedan ofrecer una explicación alternativa a lo que otros atribuyen a los milagros. El año 1970, Argentina ocupaba el lugar 54 en ese ranking mundial. Chile estaba casi en el lugar 80. Medio siglo más tarde, Argentina ha caído hasta el lugar 158… queda poco espacio para caer, porque el ranking incluye a un total de 165 países. Chile se ubica en el lugar 30 (y para que nadie celebre, viene cayendo en ese ranking desde el lugar 7 que ocupó en 2010).
La prosperidad y el empobrecimiento caminan por caminos conocidos y que no tienen nada de misteriosos. Por cierto, cada uno está en su derecho de pedir y esperar los milagros que desee, pero mientras tanto es buena receta avanzar por los senderos de la libertad.