Según se supo este viernes, cuando culminaron las votaciones de las enmiendas, una solución de compromiso en torno al texto constitucional había —es de esperar que solo por ahora— fracasado. ¿Por qué?
Hay varias explicaciones posibles, pero la más obvia es que quienes participaron de las votaciones del jueves no actuaron ni como expertos, ni como políticos.
Los expertos, se ha dicho ya varias veces, son quienes dominan los medios más eficaces para alcanzar este o aquel fin, pero carecen de cualquier ventaja a la hora de establecer o decir cuál propósito debe ser perseguido. Los políticos, en el sentido profesional de la expresión (es decir, los políticos democráticos o parlamentarios), son, por su parte, quienes empuñan un conjunto de propósitos que, sin embargo, morigeran o postergan cuando caen en la cuenta de que, en democracia, no se puede ganar todo en todo y hay que saber dar dos pasos adelante y uno atrás.
Pero ese tipo de figuras no han aparecido.
Si se retrocede algunos meses y se repasa el diseño original de este proceso, se advierte que él parecía descansar en la idea de que, a fin de cuentas, los propósitos o fines que el texto constitucional perseguiría serían los que fijaran los políticos o los representantes y que, con ellos a la vista, los expertos designados por los partidos perfeccionarían el texto o limarían sus errores más flagrantes.
Ese último era el compromiso de los expertos, en cuanto tales: no corregir la voluntad de quienes fueron elegidos, sino adecuarla a las exigencias técnicas.
Nada de eso, sin embargo, parece haber ocurrido, puesto que, según se ha sabido, los expertos se han alineado detrás de las concepciones más o menos globales de las fuerzas que los designaron y han pretendido entonces, a la hora de pronunciarse sobre el texto, que él se ajuste a algunas de esas concepciones globales. Al hacerlo así no han actuado como expertos, sino como partidarios de un punto de vista global. Pero, por lo mismo, tampoco han actuado como políticos parlamentarios puesto que, si así fuera, habrían sido sensibles a un acuerdo e incluso mascullando quejas y experimentando sinsabores, habrían buscado alcanzar un acuerdo siquiera parcial.
Y ese es el problema. La ausencia de expertos y la carencia de políticos.
Para quienes piensan que no hay que alcanzar acuerdos, y creen que la democracia debe ser plebiscitaria, una suerte de gigantesca asamblea susceptible de ser seducida por frases y encendida de entusiasmos, el mejor escenario es justamente que este proceso acabe en una cierta discordia en que cada parte reivindique al final su punto de vista, lo ofrezca a la ciudadanía, y sea esta finalmente la que decida por uno por otro. Pero de ocurrir eso, todo el esfuerzo se revelaría como una puesta en escena que condujo finalmente al punto de partida, a una discordia más o menos radical que ningún plebiscito podrá remendar o solucionar, porque los plebiscitos donde las opciones son radicalmente opuestas y donde cada una de ellas es sostenida por quienes, sin embargo, estaban llamados a alcanzar un acuerdo, no es un plebiscito, sino (como ocurrirá si las cosas siguen como van) la continuación de una discrepancia que daña la vida cívica.
Y después de todo, si de eso se trataba, ¿por qué entonces no haber dispuesto desde el inicio que cada fuerza política elaborara un texto completo y la ciudadanía eligiera?
La tarea que se confió a los expertos (la costumbre de estas semanas obliga a llamarlos así) fue aplicar a la discordia política el ascetismo de la razón. Pero esto último no parece vaya a ocurrir, a juzgar por lo que se vio (sería mejor decir se escuchó) este jueves, donde no hubo sobriedad alguna, sino en cambio excesos retóricos, frases exageradas, énfasis puramente estratégicos, nada proveniente de las disciplinas cuyo dominio acredita la calidad de experto y mucho en cambio de las frases, prejuicios, exageraciones, lemas que certifican la calidad de partidario.
Desgraciadamente nada de eso conducirá a remendar o reparar la vida cívica que amenaza padecer daño si el desacuerdo radical sigue y si este esfuerzo de años fracasa.
Pero, claro, en los tiempos que corren, estos tiempos en que los entusiasmos ideológicos que el voto derrotó ya dos veces (a la derecha primero y a la izquierda después) se empeñan en sobrevivir pretextando ser saberes, la derrota y el fracaso importan poco o nada porque para quienes creen que tienen la razón de su lado lo que la gente común llama derrota son solo éxitos demorados.
Y entonces es probable que de lado y lado, de izquierda y derecha, se repita lo que se ha oído este tiempo tantas veces: ¡seguimos!