Se acerca la hora crucial en que cada uno deberemos decidir si queremos o no ser gobernados por el proyecto constitucional que ya toma forma. Será indispensable leer el texto y sopesar los efectos políticos y jurídicos de aprobar o rechazar. Para aquilatar los efectos jurídicos probables, resultará importante distinguir lo puramente llamativo, identitario o simbólico, de aquello que tiene potencial de afectar la convivencia. A ver si ayudo en ello.
Comienzo con aquellos derechos que han resultado más polémicos. Se ha discutido con pasión la ubicación de la norma que define a Chile como un Estado social y democrático de derecho. Esto es puramente simbólico, pues un precepto no obliga más por ubicarse al comienzo que al final de un cuerpo jurídico. La norma misma tiene, además, un efecto más político que jurídico, pues el monto y calidad de las prestaciones sociales se juega más en las leyes, particularmente en la anual de presupuesto, que en el hecho de enunciarse en la Constitución.
En cuanto a los derechos sociales mismos, su nivel de satisfacción depende muy poco de su consagración constitucional. El que un derecho no esté en la Constitución no impide al Estado satisfacerlo, como lo prueba la política de vivienda desarrollada bajo la vigencia de las constituciones de 1925 y de 1980, que no consagraban ese derecho. Por lo demás, el proyecto, al igual como lo hace la Constitución vigente, a mi juicio correctamente, impide reclamar prestaciones de derechos económico-sociales directamente a los tribunales, a menos que esa prestación esté asegurada en la ley; lo que deja a los poderes electos un alto grado de autonomía y discreción para determinar hasta dónde y cómo satisfacer estos derechos. La satisfacción de una necesidad social no depende entonces de su consagración constitucional.
Lo mismo ocurre con algunos derechos de otra índole, como es el caso de la seguridad. Si alguien afirma que ella mejorará con este texto, se sirve de la Constitución para hacer política.
La importancia de los preceptos constitucionales sobre seguridad social o salud no está, entonces, tanto en su consagración, como en las reglas que establecen el modo en que deben ser satisfechas, pues ellas enmarcan o limitan la política pública. La mayoría de estas podrían suprimirse de la Carta, como hacen las democracias más desarrolladas. Al incorporar estas reglas a la Constitución vuelve a darse primacía a la política por sobre un Estado democrático. Un ejemplo de esta demasía es la participación de los privados que proveen servicios de salud. Con todo lo ideológica que era la Constitución del 80 fue tenue al consagrar prestadores privados, disponiendo no su existencia sino el deber del Estado de garantizar las acciones de salud, “sea que se presten a través de instituciones públicas o privadas”. Es decir, obligaba al Estado, cualquiera fuera el prestador, pero sin exigir que existieran prestadores privados. El proyecto, en cambio, obliga perentoriamente a que haya prestadores privados, pues mandata al Estado a garantizar las acciones de salud, “a través de instituciones estatales y privadas”.
En materia de seguridad social, otra vez hay zonas con más ruido que nueces. La derecha aprobó una regla que dispone que “cada persona tendrá propiedad sobre sus cotizaciones”. Está muy bien, pero si son sus cotizaciones, es obvio que tiene propiedad sobre ellas. La norma es cantinflesca y no debiera impedir al legislador ordenar que se descuenten cotizaciones para fondos solidarios. En cambio, sí es relevante que el proyecto ahora consagre el derecho a elegir la institución estatal o privada que administra esos fondos. Ello no está en el texto actual. Obligará al legislador a crear un ente estatal y le impedirá suprimir las administradoras privadas.
En lo que toca al derecho del trabajo, más relevante que la consagración del trabajo decente, que nuevamente tiene pocos dientes, es el hecho de elevar a rango constitucional que el derecho a huelga queda constreñido al marco de la negociación colectiva, regla que estaba en la ley y que la Corte Suprema había relajado.
A la hora de tomar posición, será bueno leer el texto, pero distinguiendo entre lo relevante y lo llamativo y sin dejarse deslumbrar por esto último; habrá que pensar, en la medida de lo posible, en los próximos 40 años y no en los siguientes 40 meses, y, lo que es aún más difícil, pensar más en lo que conviene al país que en los intereses personales.