Michael Ende es un autor alemán de libros juveniles (“Momo” y “La historia interminable”, entre ellos) que también escribió una obra de teatro: “Los aguafiestas”. ¿Cuál es su argumento? Diez personas que no se conocen entre ellas son citadas a un misterioso castillo, donde se le entrega a cada una un fragmento del testamento que les ha dejado su dueño, el difunto Johannes Filadelfia, a quien tampoco conocen. La instrucción que reciben es muy simple: deben juntar cada una de las piezas para reconstituir el documento que cambiará sus vidas.
Para tener éxito, deben colaborar todos. Basta con que alguno no coopere para que el proyecto fracase. Parece sencillo. Sin embargo, como cada uno se siente poderoso y desconfía de los demás, esta obra —que al principio es divertida— se va transformando en una tragedia. A los lectores nos empieza a embargar un sentimiento muy extraño: somos incapaces de identificarnos con ninguno de los protagonistas, nadie es “el bueno” de la historia. Pero tampoco podemos odiar a uno más que a otro: todo el conjunto nos resulta molesto. Solo sentimos compasión por el magnífico castillo, que, como un ser vivo y sufriente, empieza a deteriorarse en la medida en que, por motivos que nos parecen nimios, cada uno termina por no colaborar. La historia termina mal, muy mal.
En Chile, el triunfo del Rechazo había sido un gran ejercicio político. Probó que era posible abandonar ciertas lógicas binarias y llegar a acuerdos amplios, al menos en lo que se refiere a qué no queremos para el país, lo que no es poco.
Nuestra tragedia se ha gestado de a poco. El fuerte apoyo que recibieron los republicanos no solo los puso en una situación de predominio, sino que los obligó, de un día para otro, a no jugar en su terreno de siempre, el de la crítica opositora. Ahora debían promover acuerdos.
Además, había un dato adicional: no eran muy queridos por el resto de las agrupaciones políticas y algunas francamente los odiaban. Esto iba a significar que mucho de lo que propusieran iba a ser interpretado de la peor manera. Y así fue.
Quizá con cierta ingenuidad pusieron todas sus ideas sobre la mesa, dispuestos a discutirlas. Pero no se dieron cuenta de que no debían actuar como en un país normal. Chile no lo es. Sus enemigos se aprovecharon de eso y acudieron a un arma muy eficaz: el escándalo.
“¡Los republicanos han presentado 400 indicaciones!”, decían horrorizados. No importaba que Chile Vamos hubiese presentado más, a pesar de contar con menos consejeros. ¿Es un escándalo justificado? No, pero los republicanos bien podrían haber sabido que el ambiente no era propicio y que gran parte de lo que dijeran iba a ser usado en su contra, lo que exigía una especial prudencia. Me parece que no la tuvieron.
Los escándalos exagerados al infinito fueron innumerables. El solo hecho de que hubiera consejeros contrarios a la paridad de salida se transformó en algo así como una nueva forma de femicidio, sin importar que en Chile y el extranjero hubiera personas dedicadas a la academia, incluidas feministas, muy críticas de este mecanismo (Valentina Verbal y Nancy Fraser, por ejemplo).
A la ingenuidad política republicana se sumó el hecho de que cierta izquierda descubriera que con la política del escándalo podía apostar a recuperar lo que había perdido en las urnas, como si la última elección hubiese sido una casualidad. Obviamente, la derecha debía hacer concesiones y muchas, pero la izquierda también debía ponerse en su lugar y no multiplicar las líneas rojas.
Un caso singular es el de Evelyn Matthei y su curiosa concepción del capital político. Como si tuviera una calculadora en la mano, intentó tomar distancia del proceso. Quizá no ha pasado una idea semejante por su mente, pero este enredo puede ser ventajoso para ella, ya que un triunfo del “En contra” en diciembre podría significar el hundimiento de su principal rival político.
¿No le podríamos pedir más, un esfuerzo adicional a quien aspira a regir los destinos del país? ¿O pensará que para llegar a La Moneda y salir airosa de su gestión ayudará en algo una lucha fratricida entre las derechas?
En este contexto, no debe sorprendernos que la gente común piense que los políticos solo atienden a sus intereses.
Como en la obra de Ende, todos tienen motivos para no jugarse por entero en dejar cerrado el tema constitucional y pasar a enfrentar en serio los gravísimos problemas que aquejan a nuestra patria. Cuando uno escucha a las distintas partes, queda convencido de que solo quien habla tiene la razón y que los demás son unos miopes o egoístas. Me niego a pensar que las cosas sean así.
Si el proceso fracasa, todos culparán a los republicanos, y tendrán razones para hacerlo. Pero si creen que los otros saldrán indemnes del juicio ciudadano, se equivocan. “Aquí no se va a salvar nadie”, ha advertido con tono sombrío Pepe Auth.
Queda poco tiempo, las encuestas son pésimas y ese escenario adverso solo puede remontarse con un suplemento adicional de patriotismo. De todos.
De lo contrario, si cada uno sigue mirando su pequeño papel y no lo pone a disposición del país, tendré que decirles que el título completo de la obra de Michael Ende es “Los aguafiestas o la herencia de los locos”.