Era chofer. Vio cómo subían al camión a un grupo de hombres con la angustia en el rostro, tanta que no podrá olvidarlo en toda su vida. Le indicaron el destino al que debía llevarlos. No preguntó nada. ¿Cuándo en su vida les había pedido alguna explicación a sus superiores?
Llegaron. Bajaron a culatazos a esos hombres aterrados. Los pusieron en fila y dispararon. Él vio todo. Volvieron en silencio.
Hoy está viejo y enfermo. Piensa en esas almas en pena, no tiene idea de dónde pueden estar sus cadáveres y se imagina el dolor de las familias de los muertos: llevan medio siglo en una espera sin fin. Solo les quedan unas fotos viejas con sus rostros en blanco y negro, las mismas que pasean en las marchas.
La verdad es que en el juicio nunca entendió mucho. Su abogado alegó que el crimen estaba “prescrito”, o sea que, como había pasado mucho tiempo, ya no podían castigarlo. Pero le dijeron que, por un tratado internacional, esos crímenes eran “imprescriptibles”. Él anotó estas palabras en un cuaderno, para poder recordarlas.
Su abogado contraargumentó que Chile había suscrito ese tratado años después de los hechos, pero le contestaron que eso no importaba. Los libros actuales decían que era un asunto de “ius cogens”. Aquí anotó de nuevo las palabras en su diccionario personal de cosas incomprensibles, pero hasta el día de hoy no sabe explicarlas. Quizá su caso no sea tan raro: yo estudié Derecho en la Universidad de Chile a fines de los setenta y comienzo de los ochenta y nunca oí esa expresión, pero lo mínimo que se puede pedir a un chofer de 1973 o 1974 es que sea un poco más diligente que un buen alumno de Derecho.
Él ya no piensa en estas cosas. Solo tiene en la cabeza a su familia. ¿Por qué los castigan a ellos? Querrían cuidarlo ahora que le queda poca vida, pero no pueden hacerlo.
A pocos metros suyos está otro preso. Entonces era subteniente. A diferencia suya, él efectivamente disparó. Le ha contado que esa imagen lo acompaña todas las noches. No se atrevió a negarse y pasar así a la fila de los fusilados. Estaba muerto de susto y no quería morir. Él sabe que mató, pero no dónde están los muertos. Fue asesino, pero no sepulturero.
El abogado de él también invocó la prescripción, pero le dijeron que no, porque era un secuestro permanente. Él entiende que todos entendemos que no resulta posible mantener secuestrado por casi medio siglo a ese montón de personas, pero así son las cosas.
Él se alegra de veras de que al lautarista Guillermo Ossandón le hayan permitido terminar sus días en arresto domiciliario, a pesar de que estaba condenado por varios asesinatos. Sabe que Ossandón mató a sangre fría, como otros de Punta Peuco; él, en cambio, lo hizo aterrado. Se alegra por él: por experiencia propia, conoce lo que es estar viejo, muy viejo, y enfermo de cáncer.
Hace unos días, alguien le hizo llegar una fotocopia de una página del libro “Idealista sin ilusiones. Conversaciones con José Zalaquett”. Allí, el famoso defensor de los derechos humanos se refiere a casos como él y otros todavía más terribles. Cuenta el de Rudolf Hess, el número tres de la jerarquía nazi, que estuvo preso en la cárcel de Spandau próximo a cumplir noventa años. Cuando Zalaquett y otros representantes de Amnistía Internacional expresaron su preocupación por el preso, les contestaron “pero si es un monstruo”, y ellos respondieron: “él es un monstruo, pero nosotros no”.
Otro tanto, recordaba Zalaquett, sucedió con Erich Honecker, responsable de muchísimas muertes, pero enfermo de un cáncer al hígado. No lo encarcelaron. Murió en Chile, en la casa de su hija.
Parece que Zalaquett hay uno solo. Muchos solo entienden la lógica de la ley del Talión. Es comprensible: han sufrido una enormidad y no tienen las herramientas intelectuales o espirituales para liberarse de esa cárcel de odio. Se requiere ser un Cristóbal Jimeno para saber que el padre de uno ha sido asesinado brutalmente, escribir un libro (“La búsqueda”) donde se cuenta esa historia y el peregrinaje de su familia, que es el de tantos hijos o esposas de desaparecidos, y no albergar una pizca de odio. Esos casos son muy pocos, como pocos son los que se atreven a negarse a fusilar a alguien cuando esa negativa traerá consigo la muerte.
Sin embargo, no todo se explica por el odio. También estamos los que miramos para otro lado, entonces, ahora y mañana. Uno puede saber que resulta aberrante, inhumano, cruel, dejar que muera en la cárcel una persona vieja, que tiene un cáncer avanzado o un comienzo de alzhéimer, o que en esa época era un pelado muerto de susto; uno puede saberlo, pero decir que en este momento “hay otras prioridades”, o que “corresponde cumplir las decisiones de los tribunales”, como si alguien lo cuestionara, o que “todos forman parte de un pacto de silencio” (un argumento irrefutable, porque resulta imposible probar lo contrario).
¿Son sádicos esos políticos? ¿Es gente que niega que uno deba “tratar a los demás como te gustaría que te traten a ti”? ¿Están movidos por sentimientos de venganza que les impiden apreciar las cosas con serenidad? No, por supuesto que no. Son solo personas que están muertas de susto, no por la posibilidad de que un superior jerárquico ordene fusilarlos, sino porque saben que si muestran un poco de humanidad serán linchadas por la izquierda más dura.