Me ha tocado caminar por recintos universitarios en estos días. Me encontré con personajes a quienes no veía hace tiempo.
“Hola, ¿cómo estás?”.
Y siguen palabras a veces muy significativas, otras veces, significativas por ser simples. Pero ambos sabemos del tiempo.
La profesora Bárbara Silva, historiadora de astronomía, alguna vez dijo que los astrónomos no solo miraban la luz, miraban el tiempo.
Estos encuentros con científicos, con académicos, con profesores y profesoras, en las sedes universitarias, algunas llamadas “campus” (“llanura cubierta de hierba en Roma, a lo largo del Tíber, originalmente perteneciente a los Tarquinii, después de cuya expulsión fue dedicada a Marte; por lo tanto, llamada ‘Campus Martius'; lugar de reunión para el pueblo romano…”)… esos, mis encuentros en los campus con profesores e investigadoras avivan las pulsaciones, las vivencias, los esfuerzos, los fracasos que les tocó navegar.
Y que parecen olvidados, superados; a veces tangencialmente reconocidos en trabajos académicos.
Siento el peso de los recorridos de su investigar, las caídas, las audacias, las esperanzas para Chile y quisiera sentarme a tiritar.
Algunos de ellos superaron los 70. Los nombran “eméritos” y dejan sus cargos a los jóvenes. Pero regresan. Hasta ocupan oficinas propias, con estanterías de libros maravillosos y copias anilladas de papers. No muestran sus múltiples diplomas, distinciones, galvanos. Son maestros de discípulos y discípulas. Jóvenes que los respetan; a veces ocupan escritorios vecinos a los de sus guías.
Estremece esa relación. Porque, es natural, el maestro o la maestra ya no despliegan su plenitud. Así y todo, aparece una amabilidad, un admirar sincero y pragmático de los menores por esos logros procreadores, por esas luces.
Yo mismo, a mis ochenta, atesoro relaciones con maestros. Mi educación de pregrado inicial fue en un campus de EE.UU. Un paisaje con dos lagos sobre los cuales en verano bogábamos (en invierno, caminábamos sobre sus superficies congeladas). Y con algo más: un cementerio.
No es que quiera sepultar a los maestros, solo quiero confesar que he regresado allá a lo largo de las décadas. Y nunca he dejado de visitar el cementerio, a mis guías, mis profesores. Como también visito a mi maestro Mario Planet en Santiago, en el Cementerio General, y a Roque Esteban Scarpa, en el Cementerio de Punta Arenas.
La profesora Bárbara Silva optó por la historia de la ciencia, ¡qué tarea! Es como avivar un cementerio, que viene del griego êïéìçôÞñéïí, dormitorio: palpitación, existencia, ronquidos, pasiones, protagonismo, sueños.
En el Cementerio General santiaguino contemplo la que considero la más maravillosa tumba de todas, la del arquitecto Émile Duhart. Son manos extendidas, como si entregaran agua, como si saciaran sed, donando mañana. Y se lee “Sa vie fut un source”, “Su vida fue una fuente”.
Fuente, como la de esos académicos y académicas, aportes para Chile, vivos, puesto que se han preguntado. Encuentros.