Dos escenas de estos días son dignas de análisis. Una, el día jueves, la protagonizó el Presidente Gabriel Boric; la otra fue al día siguiente, el viernes, y estuvo a cargo del ministro Jackson.
En la primera se ve al Presidente aferrando un megáfono y a través de él arengando a un grupo de personas que protestaban en La Moneda. En la segunda se ve al exministro Jackson comunicando su renuncia.
Es difícil encontrar un incidente que retrate mejor la personalidad de cada uno.
Los seres humanos somos seres fantasiosos, cada uno alberga dentro suyo un cierto ideal del yo, una figura que juzga estimable y a la que procura asemejarse. En este sentido, la personalidad es la suma de lo que cada uno es y de lo que, al mismo tiempo, desea ser. Esa tensión nos constituye y es la fuente de muchas fantasías y de múltiples equívocos. Dentro de cada uno pugna por salir una identidad oculta, muchas veces inconsciente, que, sin embargo, orienta nuestra conducta en los momentos difíciles.
Ni el Presidente Boric, ni el exministro Jackson son, por supuesto, una excepción.
El incidente del megáfono da una pista flagrante respecto del primero.
Ante todo, el Presidente alberga la fantasía de que existe un sujeto colectivo —el pueblo— con el que posee una relación de confianza (“no voy a dar mi brazo a torcer para cumplir los anhelos y el programa que el pueblo nos encargó”). La palabra “pueblo”, en el imaginario inconsciente del Presidente Boric, no tiene nada que ver con el ideal democrático (un conjunto de ciudadanos formando una voluntad colectiva mediante la competencia y el voto), sino que designa a un conjunto de personas dolientes respecto de las cuales él sería un redentor incomprendido, acosado por fuerzas anónimas y en cualquier caso malignas, que se oponen a esa tarea suya. En esta visión que el Presidente Boric tiene de su propio quehacer, él carecería de toda responsabilidad. Él sería una voluntad férrea, convencida de la justicia de la causa que esos pobladores promovían (“soy una persona de convicciones firmes”), un luchador social como ellos (“venimos de los movimientos sociales y no nos podemos olvidar de eso”), cuyas iniciativas se ven trabadas por dificultades, desde luego, ajenas (“esta pega no es fácil, ustedes lo han visto”).
¿A qué pueden deberse esas declaraciones que, leídas sin la agitación de la escena, suenan absurdas, excesivas, algo pueriles?
Es probable que el Presidente, estimulado quizá por el recuerdo de los 50 años del Golpe, esté leyendo o revisando parte de la imaginería de esa época en que Allende —él sí— era capaz de establecer una relación paternal y amorosa con la masa, el pueblo en la terminología de entonces. Y es presumible que al leer o revisar los testimonios de esos años, se haya producido en él una identificación inconsciente con la figura redentora y a la vez trágica de Allende.
De esa manera, es probable que las difíciles circunstancias actuales hayan insuflado en el Presidente Gabriel Boric lo que los analistas llaman una fantasía compensatoria. Todos tenemos en momentos de frustración ese tipo de fantasías (es la explicación de por qué cuando el hambre arrecia se tiende a imaginar platos y sabores apetitosos). Por supuesto no hay nada malo en tenerlas, puesto que se trata de un mecanismo de defensa frente a las asperezas y las pedradas de la vida.
La renuncia del exministro Jackson es otra escena digna de análisis.
Se le vio en el punto de prensa con la misma actitud desdeñosa con la que, con notable esmero y dedicación de coleccionista, cultivó enemistades y sembró resentimientos. Altivo, renuente a la crítica, impermeable al obvio fracaso, una postura corporal que subraya el desprecio al interlocutor, con esa leve frialdad de quien carece de empatía. Si el Presidente Boric tiende a la fantasía redentora, el exministro parece abrigar en la hora de la derrota, la de la víctima propiciatoria, la de quien no inflige violencia, ni injusticia, ni torpeza, sino que la padece. Y en este caso la padece, además, voluntariamente, como una muestra de esa generosidad de la que es capaz una persona superior.
En fin.
El político está siempre inundado de fantasías, ellas lo sostienen y cuando es necesario, lo consuelan. El problema es cuando a esas fantasías se las escenifica y extravierte.
Porque entonces se arriesga a transitar esa delgada frontera que separa apenas lo sublime de lo ridículo.
CARLOS PEÑA