La encuesta Casen —se le presta menos atención que a la del CEP, pero es muchísimo más relevante— trajo algunas noticias que hace apenas unos meses, y para qué decir un par de años atrás, eran inimaginables.
Chile es el país con menor pobreza de Latinoamérica.
Los indicadores de pobreza, aunque suene increíble, han registrado mínimos históricos (la pobreza por ingresos alcanza a un 6.5% y la pobreza extrema, a un 2%); la pobreza en otras dimensiones, como salud, vivienda o entorno, también disminuyó (en 3.4%), y la desigualdad se redujo (el índice Gini alcanza hoy a 0.47%).
Todos esos resultados son los mejores de la historia.
Si se contrasta todo eso con el discurso público de hace apenas algún tiempo, dos o tres años atrás, se advierte un contraste que no vale la pena ocultar. Chile, se decía, era el país más desigual de la región y uno de los más desiguales del mundo; una minoría cicatera, mediante múltiples mecanismos, expoliaba a la mayoría, y la focalización del gasto público ahondaba la desigualdad y lesionaba la cohesión social.
La modernización capitalista empujaba al país al precipicio.
Y, sin embargo, parece que no era así, puesto que, salvo que se atribuyan a un milagro, un portento o un prodigio o a la obra de un demiurgo, esos notables resultados solo pueden ser producto de una trayectoria sostenida en el tiempo —como el Presidente Gabriel Boric lo ha subrayado, reiterando esa sana costumbre de reconocer sus errores, aunque de seguir así es de temer que no le quede tiempo para exponer sus aciertos—, una trayectoria que se extiende mucho más atrás que el comienzo del actual Gobierno y cuyas raíces se hunden también, por decirlo de alguna forma, en los días previos a octubre del año 2019.
¿Qué enseñanzas gruesas podrían obtenerse de esos resultados?
Desde luego, y como se sabía, pero durante un tiempo todos o casi todos se empeñaron en olvidar, los países que progresan suelen no tener soluciones de continuidad en sus políticas. Es lo que ha ocurrido en Chile, según muestran estos resultados. Ellos se han alcanzado no porque se hubiere abandonado el diseño que traían las políticas públicas, sino porque ese diseño se ha continuado y cuando ha sido necesario, se ha profundizado. Que un país como Chile, que experimentó una revuelta persistente y ha transitado desde un gobierno de derecha a uno de izquierda inicialmente afiebrado (al parecer, ya no), logre disminuir la pobreza alcanzando mínimos históricos, es simplemente notable y enseña que en Chile hay convicciones subyacentes en las élites tecnocráticas, uno de cuyos representantes es el ministro Marcel, que, afortunadamente, no han variado.
Se suma a ello que, como ha subrayado el ministro de Hacienda, esto muestra la relevancia de la acción estatal y de las transferencias que con cargo a rentas generales se realizan. Con mala voluntad se ha creído ver en esas palabras del ministro un ardid tendiente a desconocer la necesidad del crecimiento; pero no cabe duda de que ellas subrayan una verdad obvia (que cualquier manual de economía subraya): la mera interacción de las personas en el mercado no reduce por sí sola la pobreza. Se requiere una transferencia deliberada a los sectores más pobres, tanto en subsidios como en servicios generales (lo que J. Tobin, asesor de Kennedy, llamó igualitarismo general), para que la pobreza se reduzca y la autonomía de las familias para generar recursos se haga posible. Y no es cierto, como ya se comienza a insinuar (retomando un manido argumento que se formuló en el siglo XVII inglés), que los subsidios y las ayudas producen mendicidad. Cuando la gente accede al consumo y a los bienes básicos, la autonomía, como lo muestra la evolución de la cultura, comienza a expandirse.
Y como todo esto ha sido el producto de políticas focalizadas y no universales, también cabe poner en duda la idea de que la focalización del gasto incremente la pobreza y deteriore la cohesión. Es probable que haya ciertos bienes de los que Martha Nussbaum llama relacionales (la educación es un buen ejemplo) donde focalizar cause daño y segregación. Pero ello no debe conducir a rechazarla como una cuestión de principio.
Hay quienes, cuando lean la Casen, en vez de alegrarse se empeñarán en relativizar sus resultados. Algunos dirán que este tipo de política disminuye la pobreza de ingresos, pero al mantener incólume la estructura que la produce, la apacigua y la domestica privándola de su potencial de rebeldía y transformación (lo debe estar pensando algún joven burgués de izquierda de habla vacilante y talento pudoroso), y hay otros que dirán que disminuir la pobreza mediante políticas de transferencia crea dependencia hacia los funcionarios y transforma al Estado en un ogro filantrópico (es lo que debe estar tejiendo alguien de derecha mirando a la pasada un título de Octavio Paz).
Ambos se equivocan.
Disminuir la pobreza de ingresos, como lo ha estado haciendo Chile, y la pobreza multidimensional, es el camino para incrementar las capacidades que son la base de la libertad y de la responsabilidad.
Lo único que quizá habría que recordar es que hasta hace muy poco —en esos días inflamados de hace algunos años, dos o tres— ese era, sin embargo, el camino que se quería abandonar.