Es obvio que robos como el realizado en el Ministerio de Desarrollo Social no son raros hoy día en Chile y la verdad es que no debieran sorprender a nadie, ni llamar a escándalo, ni merecer reportajes en los matinales ni en las noticias de la noche, ni análisis de ningún tipo. Son tan comunes que es probable además que la gente que padece latrocinios de esta índole (engaños y trampas, el viejo cuento del tío) se persigne y agradezca que la cosa no haya sido peor como lo sería un portonazo, una encerrona, una entrada a patadas al propio domicilio, un balazo por esto o aquello o incluso un secuestro exprés, de esos que hoy parecen ser cada vez más frecuentes. La gente hoy no espera no ser víctima de un delito, solo ruega (y cuando le ocurre agradece) que no sea muy grave. Gracias a Dios, suelen decir, que estamos vivos y enteros; total, agregan con resignación, las cosas materiales se recuperan. E incluso las autoridades comparten ese punto de vista, como lo prueba el hecho de que en vez de dedicarse a perseguir con eficacia el delito, aleccionan a la ciudadanía acerca de los modales que usted debe mantener en su próxima experiencia delictual, instruyéndole que si lo asaltan, lo mejor es que entregue todo, y sin chistar, y sin mirar a los ojos, y sin decir ni siquiera una palabrota, no vaya a ser cosa que, por resistirse, todo vaya para peor.
Así estamos.
Lo notable entonces es que, frente al caso del Ministerio de Desarrollo Social, en vez de decir, ah, de nuevo la delincuencia, por lo menos no salió nadie herido y qué bueno que la policía ya comenzó a tirar del hilo de la madeja con rapidez, comience a cundir la sospecha de que hay algo raro en todo esto y no falte quien, para darle alguna dignidad al asunto, insinúe que quizá se parece al caso Watergate.
¿Qué ocurre en la esfera pública para que un robo de esa índole despierte esas sospechas absurdas?
Una de las mejores frases de Valle Inclán (y tiene muchas) es esa de que las cosas no son como las vemos sino como las recordamos. En este caso, sin embargo, habría que modificarla y decir que las cosas no son lo que obviamente son, sino lo que la personalidad y el comportamiento de sus víctimas hacen pensar que son.
Y ese es exactamente el problema. El problema es que la víctima (indirecta, en cualquier caso) es el ministro Giorgio Jackson. Y es su comportamiento y su personalidad la que invita a la gente, y no solo a sus rivales políticos, a creer las peores cosas de él y de ese robo que dejó a todos sus partícipes y a ese ministerio como un corral de idiotas, desde los ladrones que huyeron en un auto alquilado mediante una aplicación del celular, a los guardias que conversaron con un avatar durante más de media hora.
Ese es el problema. Es su personalidad, esa actitud involuntariamente desdeñosa, la pretensión absurda (absurda porque no hay nada en él que la haga plausible) de superioridad moral o incluso intelectual, la que hace que lo que hoy puede ocurrir a cualquier hijo de vecino sea visto, cuando le ocurre indirectamente a él, como un tropiezo político de gran envergadura. Todo eso al extremo que ha de haber quienes han de agradecer en silencio a esos ladrones y falsos fumigadores por crear una atmósfera que, esta vez sí, dirán para sus adentros mientras cruzan los dedos, lo haga tropezar y caer de veras.
En suma, la lección de todo este asunto es que hay personalidades carentes de las virtudes imprescindibles para la política y que tienen la rara cualidad de generar en derredor suyo una atmósfera calladamente hostil, ponzoñosa, avinagrada, despreciativa, desapegada, que en vez de acercar hacia sí a quienes lo rodean, sin quererlo los espanta, creando círculos concéntricos que se alejan, como si fuera una gota de aceite arrojada en un tiesto con agua. Y al revés, hay otras personalidades que por razones incomprensibles (porque son más bien incultas y toscas y a veces vulgares) atraen como un imán a los demás, quienes luego de hablar con ellas o verlas a lo lejos y oírlas en una charla, comentan: no dijo nada muy inteligente ni novedoso, solo lugares comunes y la verdad es que entendí poco; pero es alguien muy simpático y cálido y carismático.
Y, claro, ha de haber contribuido también a que se interpretara de ese modo, y se quisiera ver un Watergate mapochino en el Ministerio de Desarrollo Social el hecho de que Jackson es muy cercano al Presidente, quien, al revés de este, es carismático; pero como no hay carisma capaz de ocultar los errores conceptuales y las idas y venidas frecuentes y el aprendizaje permanente y las explicaciones que siguen peligrosamente a cada cosa que hace o dice y el tono aleccionador que a veces adopta levantando los índices, frente a quienes no quieren ni merecen ser aleccionados, entonces no es raro que se exagere también esto del Ministerio de Desarrollo Social, puesto que se trata, obviamente, de un desplazamiento inconsciente del malestar que a muchos causa —no vale la pena ocultarlo— la figura y el comportamiento del Presidente.