Junto con un atraso en abrazar la prioridad de atender un plan para mitigar y compensar los daños causados por la pandemia en el aprendizaje de los estudiantes, la trayectoria del Ministerio de Educación aparece errática, vacilante y de baja intensidad.
A nivel global, el discurso sobre crisis de la educación se ha vuelto endémico. Los efectos del covid-19 fueron devastadores, especialmente para los países más pobres y para las y los niños, el sector más vulnerable de la población mundial.
El aprendizaje de competencias básicas fue severamente dañado. Los hábitos de la escolarización se interrumpieron. Hay mayor ausentismo y abandono temprano. Se alteraron vitales equilibrios socio-emocionales.
La salud mental emerge como una preocupación central. Las y los profesores experimentan mayor presión y agobio mientras crecen las dificultades para su desempeño. Las desigualdades preexistentes de todo tipo se profundizaron durante la crisis.
Como resultado, el objetivo definido por las naciones del mundo de asegurar en 2030 una educación de calidad para todos en los ciclos básico y medio, se ha vuelto inalcanzable. Y los efectos retardados de la pandemia permanecerán a lo menos a lo largo de la presente década.
Esta crisis tiene características especiales. Es global, a la manera de una pandemia, y golpea —aunque desigualmente— a todos los países al mismo tiempo. Además, es multidimensional; afecta a los diversos niveles de los sistemas educacionales, desde los jardines infantiles hasta los programas de doctorado. Del mismo modo, alcanza a todos los actores: alumnos, docentes, directivos y funcionarios, trabajadores del sector y personas y organismos asociados a este.
Además, a diferencia de crisis anteriores, referidas siempre a aspectos singulares, la actual megacrisis incide en todos ellos: pedagógicos, institucionales, de acceso y resultados, tecnológicos, de convivencia presencial y comunicación a distancia, de gobernanza y gestión, de relación con las familias y los entornos relevantes, de financiamiento actual y sus perspectivas estratégicas.
No debe extrañar, entonces, que el discurso sobre la crisis de la educación experimente una verdadera inflación y aceleración, como puede observarse en la esfera política, los claustros académicos, las organizaciones profesionales de maestros y sus gremios, las agrupaciones estudiantiles, los medios de comunicación, en internet y las redes sociales.
Sobre todo, el debate lleva a cuestionar estructuras, prácticas y arreglos educacionales, a imaginar escenarios alternativos e innovaciones que se podrían adoptar, y a revisar políticas y estrategias que sirvan para construir el futuro.
Y en Chile, ¿cuánto de esto ha estado ocurriendo, qué en concreto y cómo? El balance es inquietante.
En lo inmediato, la energía de la clase política, del Colegio de Profesores y de los participantes en el debate educacional fue absorbida íntegramente por un asunto nimio: la infundada acusación constitucional al ministro de Educación. Un hecho de la política-espectáculo por completo ajeno al momento crítico que vive el sector y al interés público envuelto en la crisis actual.
Por lo mismo, una acción que en vez de señalizar auténtica preocupación por el estado de nuestra educación, muestra una lamentable despreocupación. Al final, resulta evidente que la oposición actuó motivada principalmente por el ardiente deseo de infligir una derrota al Gobierno. De paso sirvió a algunos para ostentar esa mentalidad cavernaria —como la llamó Vargas Llosa— que desprestigia a este sector.
En perspectiva de medio tiempo, desde la inauguración de la actual administración, el balance no es más favorable para el Gobierno. Consideradas las altas expectativas que existían de que el Presidente Boric conferiría a la educación una relevante prioridad en su agenda, la realidad ha sido desilusionante.
La actuación de la cartera a cargo del ministro Ávila, un profesor con experiencia docente y de gestión educacional, ha resultado decepcionante. Desde el inicio, no recibió un lugar destacado dentro de los planes del Gobierno.
A su vez, la política ministerial arrancó con un diseño equivocado y desperdició valiosos meses en un ejercicio ilusorio. Trazó una hoja de ruta para el sistema educativo 2022-2026 que, con el título “Hacia el cambio de paradigma - nuevos sentidos comunes en educación”, proponía una radical refundación del sistema, en la estela dejada tras de sí por la revuelta del 18-O de 2019.
El supuesto era que esta nueva ruta empalmaría con la Constitución que estaba siendo formulada por la Convención, con una definida inspiración octubrista. Una vez rechazado masivamente ese texto mediante el plebiscito del 4-S de 2022, el Ministerio de Educación quedó sin foco.
A pesar de ese vacío, demoró en abrazar la prioridad que todos los países comenzaban a atender; esto es, un plan para mitigar y compensar los daños causados por la pandemia en el aprendizaje de los estudiantes. Ahora, por fin, el Mineduc proclama estar de cabeza en esa tarea. Falta saber con qué resultados efectivos, eficiencia en la gestión y articulación con las diversas partes interesadas de la sociedad civil.
En lo demás, la trayectoria ministerial aparece errática, vacilante y de baja intensidad. La mayoría de los asuntos permanece sin resolver o sin directrices claras, como el conflicto con el magisterio, la recuperación de los liceos emblemáticos, la transferencia de colegios a los servicios locales, el crédito estudiantil y la deuda de arrastre, el esquema de financiamiento de la educación superior, la creciente violencia escolar registrada en el último informe del INDH, el futuro de las pruebas SIMCE, la estrategia para impulsar una política de educación sexual articulando un amplio consenso social, etc.
En una perspectiva más larga, por ejemplo, alcanzar las metas del objetivo educacional 2030, con las que Chile se encuentra comprometido, la probabilidad es nula. En efecto, tal como vamos, no podemos garantizar que todas las niñas y niños terminarán una enseñanza primaria y secundaria equitativa y de calidad. Tampoco habrá acceso universal a servicios de atención y desarrollo en la primera infancia capaces de compensar las desigualdades de origen sociofamiliar.
Es imprescindible enmendar el rumbo.