¿Qué significa que el proyecto de los expertos haya recibido 1.088 propuestas de enmienda por los consejeros electos? ¿Se nos escapa de las manos la posibilidad de una nueva Constitución que resulte aprobada en el plebiscito de salida, goce de general aceptación y sobreviva estable algunos decenios?
Las 1.088 no son pocas, ni en cantidad ni en calidad. Se formulan respecto de un texto de 211 artículos; buscan alterar una propuesta aprobada unánimemente por expertos designados por todos los partidos, desde el PC a republicanos; un texto que había logrado ese consenso porque evitaba la demasía de valores ideológicos, la tentación de decidir sobre políticas sociales y que, en cambio, se mantenía en la sobriedad propia de una Constitución Política, que buscaba modos de arbitrar las diferencias, más que de resolverlas.
Entre las mil, particularmente entre las cuatrocientas de republicanos, las hay que crean servicios públicos, establecen medidas de política migratoria, crean nuevos cuerpos de policía, establecen penas, prohíben algunos tributos; y así, regulan materias de mucha actualidad, pero que apurado dan para una ley y que no sabemos cómo evolucionarán en 30 o 40 años. Se reviven otras que se establecieron en la ideológica Constitución del 80, y que le valieron su inestabilidad, como los mecanismos para financiar la salud y la seguridad social y otras que inciden en las bases de políticas públicas altamente polémicas.
Las enmiendas dan cuenta de que no solo está en juego un debate ideológico —ciertamente importante y el que más acaparará la atención—, sino también la idea misma de lo que es una Constitución. Sin acuerdo sobre esto último es muy improbable alcanzar una Constitución prestigiada y estable.
¿Se chingó la posibilidad de tener una que nos una? Algunos dirán que no, que estas propuestas son solo para negociar o para satisfacer a las “barras bravas”; y que luego serán abandonadas. Pero claro, las derechas, que presentaron la mayoría de las enmiendas, solo tienen que negociar entre ellas, y como las paredes del Congreso son suficientemente gruesas como para que sus habitantes crean que el mundo acaba en sus pasillos, no sería raro se fueran entusiasmando y envalentonando en el camino, como ya le pasó a la izquierda en la Convención. Además, las “barras bravas” no pueden ser enteramente traicionadas. ¿Cómo se les explicará la renuncia, cuando se tenía la mayoría suficiente?
El oficialismo, sin votos para oponerse, luego de haber propuesto la más partisana, ideológica y maximalista de las constituciones imaginables, se ha convertido al minimalismo. Hace, por ahora, lo único que puede: amenazar con que, si se abandona la sobria propuesta de los expertos, llamarán al rechazo. La derecha podría no dejarse amedrentar, si, por el espejo retrovisor, mira el resultado de las últimas dos elecciones; pero el electorado ha estado suficientemente volátil como para dar por clavada la pica en Flandes. Además, alguna derecha y, probablemente, también el empresariado bregarán por una Constitución no partisana, que logre poner término a nuestra ya endémica inestabilidad constitucional.
Está por verse cómo se dará esta película, que recién empieza. La derecha irá mostrando cuánto aprecia sus propias enmiendas y cuánto está dispuesta a transarlas, no porque le falten los votos, sino en aras de una Constitución estable.
Lo que sí sabemos es que la ciudadanía no tiene, por ahora, interés en el proceso, que lo mira con desconfianza y que, preliminarmente, se inclina por rechazar. Este fenómeno será seguido atentamente por los partidos. De no cambiar sustancialmente, es probable que ninguna fuerza política quiera jugarse decididamente por llamar a aprobar. ¿Para qué identificarse con una opción perdedora?
Por ello, la única manera de que terminemos con una Constitución que se apruebe y resulte estable es que (casi) todas las fuerzas políticas salgan a explicarla y defenderla con suficiente entusiasmo. Ello solo podrá ocurrir si antes convenimos qué es y para qué sirve una Constitución, y nos convencemos, no por conveniencia oportunista, sino por auténtica y entusiasta adhesión, de que ella debe ser un texto sobrio, breve y propiamente político, que establezca reglas acerca de cómo resolver nuestras diferencias y no para resolverlas ella misma. Si, en cambio, hacemos del debate constitucional un preludio de las próximas presidenciales, no saldremos nunca de la maldita inestabilidad constitucional en la que ya llevamos más años de la cuenta.