En la zona sur de Chile se ha hecho común un fenómeno que es difícil de explicar. Si las noticias cubren una variedad de hechos delictuales —portonazos, asaltos, estafas y una serie de delitos que no dejan de sorprendernos—, lo que sucede en el sur parece ser distinto. Hay una distancia geográfica que se ha ido convirtiendo en lejanía emocional.
Hace casi diez años nos conmovió el caso Luchsinger-Mackay, la pareja de agricultores que fue calcinada en su propio hogar. Desde entonces, la costumbre ha ido desplazando a la conmoción. Y la indiferencia, ahuyentando a la realidad. Hemos visto tantos crímenes, camiones y maquinaria incendiada junto a agricultores amenazados, que ya nada parece sorprendernos. Quizá la visita de la ministra Izkia Siches fue la última sorpresa.
Durante el estallido social se usaron dos palabras que no debemos olvidar. Me refiero a la dignidad y la empatía. La palabra dignidad se proyectaba en los cielos y en el edificio de Plaza Baquedano. Y se rasgaban vestiduras en nombre de la empatía. Ambas palabras conectan e inspiran. Pero su profundo sentido se diluyó. Quizá se abusó mucho de ellas. O simplemente las ensuciamos y espantamos con tanta violencia. El hecho es que prácticamente han desaparecido del debate público.
La dignidad dice relación con lo propio. Desde John Locke, “la vida, la libertad y la propiedad” son los principios sobre los que se funda la sociedad. En seguida David Hume y Adam Smith desarrollan el concepto de sympathy, la empatía que nos permite ponernos en los zapatos del otro. Una lágrima nos contagia tristeza. Pero esto no es suficiente. También necesitamos evaluar las circunstancias que originan esas lágrimas. Si el lector llora porque se le cayó el lápiz, no se produce empatía. En cambio, si la causa del llanto es un incendio en el que mueren abuelos calcinados, empatizamos.
Dignidad y empatía caminan de la mano. Son conceptos que no se pueden separar. Solo empatizamos con el otro reconociendo su dignidad. Y la dignidad se enaltece cuando hay empatía. Además, si hay dignidad y se activa la empatía, se promueve la cooperación.
Ante la distancia física y emocional que nos separa del sur de Chile, pareciera que esas hermosas palabras ya ni siquiera llegan. Vemos las noticias del sur como si estuviéramos anestesiados contra la dignidad y la empatía, como si la suerte de esos chilenos no nos importara.
El Estado sigue en deuda con el sur. Es una deuda que ya se ha hecho costumbre. En ciertos casos hay ausencia del Estado frente a “la vida, la libertad y la propiedad”. Esto lleva a emprendedores, propietarios y empresas a buscar sus propias soluciones. Aunque el primer deber del Estado es la seguridad, la seguridad ha sido reforzada por la necesidad. Por ejemplo, las grandes forestales tienen sofisticadas salas de control que siguen a sus camionetas y camiones. Los vehículos llevan cámaras y los choferes pueden comunicarse. Pero un ciudadano común solo lleva su celular.
Y frente a los incendios, la situación es dramática. Los últimos años han sido devastadores para nuestros bosques. Este año se quemaron cerca de 450.000 hectáreas, un área que equivale a más de diez veces el tamaño de Valparaíso. Un 60% de los incendios consumieron plantaciones de pinos y eucaliptus, y el otro 40%, bosques nativos, vegetación y cultivos. Lo peor es que la gran mayoría de esos incendios fueron intencionales.
La industria forestal tiene experiencia con los incendios. También sabe de reforestación, restauración y manejo de bosques. No obstante, ¿existe esa necesaria cooperación público-privada? Tal vez seguimos encerrados en una lógica de competencia. O inmersos en sesudas disquisiciones sobre la subsidiariedad.
El sur de Chile necesita recuperar esa dignidad y empatía que impulsa la cooperación. Hasta ahora la dura realidad no lo ha logrado.