La semana que acaba de transcurrir asomó un problema de los varios que, de aquí a septiembre, agitarán y desasosegarán a la esfera pública. ¿Fue Augusto Pinochet Presidente de la República?
Sesenta y siete diputados dijeron que, en rigor, no lo era y que su nombre debía salir de las reseñas de la Biblioteca del Congreso. Solo otros cuarenta y siete se opusieron. Así entonces, la iniciativa de borrar a Pinochet del registro se impuso.
Aparentemente se trata de una decisión absurda.
En efecto, podría alguien decir, Augusto Pinochet ejerció el control del Estado durante casi diecisiete años, fue tratado como Presidente por todos o casi todos; su voluntad, unida a la de la Junta Militar, producía normas legales (muchas de las cuales aún están vigentes y no han sido derogadas, en un reconocimiento tácito de su vigencia) e incluso dio lugar a la Constitución de 1980, con arreglo a la cual se ha mantenido la continuidad institucional. ¿Acaso —podría concluir este punto de vista— no es negar una realidad flagrante pretender que Pinochet no fue Presidente?
Por supuesto, si por Presidente se entiende quien tiene a su cargo el Estado, aquel cuya voluntad tiene la última palabra en la formación de las decisiones estatales, entonces sería absurdo negar a Pinochet el carácter de Presidente. Alguien que suscriba este punto de vista podría incluso aceptar que fue un mal Presidente, podría agregar que fue cruel y rapaz y torvo y traidor y rapiñador o algún otro calificativo semejante o peor; pero, acto seguido, concluir que nada de ello lo priva del hecho de haber sido Presidente en el sentido de que efectivamente conducía los asuntos colectivos.
Pero, como es obvio, la cuestión que aquí se discute no es factual sino normativa.
Distinguir entre cuestiones factuales y normativas es relativamente sencillo; pero en los debates de estos días se ha olvidado, de manera que no está de más explicar la distinción.
En el mobiliario del universo hay cosas físicas y hechos, por una parte, y hay meras convenciones, por la otra. A la primera clase pertenece, por ejemplo, una mesa o un sismo, a la segunda un juego. Las primeras se perciben, la segunda se comprende.
Un ejemplo adicional aclara del todo esa distinción.
Si varias personas corren detrás de una pelota y se enfrentan a otro grupo de igual número, y empujan con los pies la pelota para allá y para acá, y se entusiasman y se alegran cuando la pelota cruza un umbral, ese es un hecho. Mejor dicho: mirado en tanto mera conducta no hay nada en él distinto a, por ejemplo, una muchedumbre corriendo en una cierta dirección. Pero he aquí que usted mira el primer hecho a través de las reglas del fútbol. Entonces lo que era un hecho meramente físico, se revela ahora como más que un hecho: se trata dirá usted de un juego. Si usted suprime las reglas, el juego desaparece y solo queda la escena evidentemente absurda de adultos corriendo detrás de una esfera. Podemos decir entonces que el juego no es un hecho sino una convención. Algo que se constituye gracias a las reglas.
Con esa distinción volvamos ahora sobre Pinochet. ¿Fue Presidente de la República?
Si ser Presidente de la República fuera un simple hecho, algo meramente factual, podría llamársele Presidente; pero si ser Presidente de la República es un hecho normativo, algo que se revela como tal solo a través de ciertas reglas, entonces Pinochet no fue, estrictamente hablando, un Presidente.
Y es que el Presidente de la República, en conformidad a las reglas, es alguien que ha sido investido como tal por voluntad popular manifestada en comicios democráticos. Esa era la regla vigente hasta septiembre de 1973. Y es obvio que Pinochet no satisfizo esa regla. Es verdad que en diciembre de 1974 asumió como Presidente; pero eso fue gracias a una regla adoptada por él mismo y por quienes lo acompañaron en el Golpe. Pretender que por eso fue Presidente, en el sentido normativo, sería tan absurdo como creer que basta que un grupo decida llamar fútbol a cualquier actividad que realice, para que en efecto lo sea.
Así, pues, Pinochet no fue Presidente de la República. La verdad es que fue un dictador. Y este es otro concepto normativo —un calificativo— que muchos ideólogos del Golpe (lectores de Donoso Cortés, de Vásquez de Mella) consideraron en su momento muy digno.
Lo raro es que ahora, en estos tiempos, el término les parezca vergonzante, embarazoso, ignominioso, abyecto, innoble, bajo, vil. Tal vez los ideólogos de la primera hora del Golpe (hay varios aún activos) puedan salir a explicar ahora por qué, en su opinión, lo que hace cincuenta años era digno y legítimo (ser un dictador) ahora parece más razonable ocultarlo.
CARLOS PEÑA