De aquí al 11, el debate político se centrará cada vez más en los 50 años. La ola trae de todo: sectarismo, consignas, descalificaciones espurias, la aparición de estupendos libros (el de Daniel Mansuy es un imperdible) y testimonios de dolor y de heroísmo.
Hay aceptación generalizada de que el debate tiene dos límites: el de condenar la violación a los derechos humanos y la afirmación de que nunca es legítimo interrumpir la democracia mediante la fuerza. Yo quisiera que se instalara un tercero: la conciencia de tragedia. Esperaría que luego del intenso y justificado debate y del dolor de tantas vidas tronchadas que volverán a hacerse presentes, quedara, como sedimento, en la memoria colectiva que vivimos una desgracia colectiva de proporciones. Ojalá quienes sostengan, con no pocos argumentos, que lo vivido por la Unidad Popular fue una derrota en manos sediciosas, y aquellos que hagan ver, con no pocas razones, que lo sufrido por ese gobierno fue su propio fracaso puedan convenir que, en cualquier caso, vivimos una enorme tragedia.
Nada podemos hacer por remediar ese pasado, marginalmente aliviar algunos de los más intensos dolores que provocó. Sí podemos aprender de él. Entre sus lecciones; entre las causas de esa tragedia, dos parecen particularmente atingentes a la hora actual. La primera es que los gobiernos provocan no poca odiosidad y crispación cuando intentan y no logran llevar a cabo un programa que no reúne tras de sí a una mayoría social y política. La segunda es que la intransigencia es el peor veneno que anida en los órganos del Estado.
Volvamos los ojos a la hora presente. Las fuerzas que gobiernan sufrieron una derrota de proporciones en su propuesta de Constitución; deben hacerse cargo de una agenda que les es ajena y que los divide, como es la delincuencia, el orden público y de la migración; deben responder por actos que la población percibe como corrupción generalizada, aunque los hechos conocidos estén lejos de merecer ese calificativo. Y ahora, para guinda de la torta, la conmemoración de los 50 años, una cuestión especialmente cómoda para la izquierda se les ha terminado enredando, al punto que, en una de esas, el Gobierno puede paralizarse.
El Gobierno se debilita a pasos agigantados. Así como va, es improbable que sea realizador. La oposición percibe su debilidad y no da tregua ni concede, se para de las mesas de negociación y da portazos.
No es el primer gobierno débil, con poco apoyo social y político. Lo fue el anterior y el que le antecedió. Así, problemas acuciantes se postergan: la modernización del Estado no pasa de ser una consigna que todos abrazan, pero nadie persigue; la reforma de pensiones, en punto muerto; la agenda de seguridad camina a paso de tortuga y solo puede exhibir unas pocas leyes, más populistas que eficaces; la educación pública no hace sino retroceder; la salud pública no mejora y la privada, en crisis; la protección de la niñez desvalida, en franco retroceso; los proyectos de inversión, empantanados. Para qué seguir. Llevamos ya un decenio en que la política tiene pocos logros que mostrar.
El 2019 hubo una muestra terrible de descontento con la política. No se trata de amenazar con su repetición. Por suerte, en el país ya no hay ánimo de volver a la violencia. Pero eso no borra los abundantes síntomas y las muchas encuestas que evidencian ese malestar. En qué se traducirá en el futuro, no lo sabemos.
Solo sabemos que es la hora de revertir esta tendencia. ¿Podrá hacerlo este Gobierno, debilitado como está? Requeriría un enorme acto de humildad, de claridad y de un liderazgo político que inicie otra forma de diálogo político. Las lecciones de lo que no pudo hacer la política hace 50 años pueden iluminar la magnitud del desafío presente.
Llevamos demasiado tiempo dejando que cuestiones vitales para nuestro futuro se deterioren. No vendrá un golpe de Estado, ni se repetirá la asonada de octubre del 19. Pero postergar las soluciones y dejar que la decadencia siga su curso corrosivo solo puede traernos males que aún no visualizamos. El único camino de salida pasa por un análisis desideologizado de los problemas y conversar y negociar hasta alcanzar acuerdos amplios. Solo el jefe de Estado tiene la autoridad para liderar un proceso así, que esté a la altura de los dolores de hace 50 años. Sería el mejor modo de conmemorarlo.