No existe fuerza política en Chile, me temo tampoco en el mundo, que, habiendo ejercido el poder, no cuente con militantes que hayan incurrido en actos de corrupción. Ciertamente, ahora se podrá hacer mucha leña del árbol caído; recordar la arrogancia de la superioridad moral, la forma en que rasgaban vestiduras ante irregularidades menores que estas, para así empinar aún más el despeñadero por el que ruedan las fuerzas políticas a las que pertenecen los autores de estos actos. Así ocurre en el carrusel de la política y nada podrá detener ni la sana y necesaria indignación ni el aprovechamiento político.
Si ningún gobierno, ni pasado ni por venir, ha estado ni estará libre de corrupción, la pregunta más relevante no es ni siquiera cuántas veces y de qué magnitud son las irregularidades cometidas por sus funcionarios y adherentes. La cuestión central es cómo reacciona. Cómo enfrenta estos casos. Si es blando con ellos, favorece su repetición. Si drástico, es más improbable que vuelvan a ocurrir.
En esa materia, el Gobierno partió francamente mal y aún no compone del todo. Desde luego, porque comenzó calificando el acto indebido, ilegal y corrupto como un mero descriterio, como si todo lo que se hubiera infringido fuera la prudencia o el buen juicio. No fue el buen criterio lo que les falló a los dos cercanos dirigentes del mismo partido al conceder uno y aceptar el otro, por trato directo —o sea, excluyendo a fundaciones que tienen larga experiencia en esta materia—, más de 400 millones de pesos por servicios que solo quien otorgó el contrato juzgó como necesarios para los pobladores (más necesarios que otros posibles). Tampoco fue un acto de mal criterio que los fondos se pagaran por parcialidades que eludían el conocimiento de la Contraloría. La cuestión no es de criterio, sino de probidad, de honestidad en el manejo de fondos públicos. ¿Cómo no se dio cuenta de ello de inmediato el Gobierno si ya tenía lo esencial a la vista? ¿Es que han relajado y rebajado tanto los estándares de la probidad? Ese problema aparece tanto o más grave que el convenio mismo.
Pillos hay en todos los grupos que gobiernan. No es que eso no represente un problema. Lo grave es cuando el grupo que gobierna olvida o no quiere recordar lo que es un pillo.
Luego ha venido una seguidilla de declaraciones del tenor de “pondremos todos los antecedentes a disposición de la Fiscalía y de la Contraloría”. Anunciar que se obrará así es un gesto vacío, pues los funcionarios públicos están obligados a esa colaboración. Igualmente vacío es condenar estos actos y no hacer nada al respecto.
Capítulo aparte es el de la subsecretaria de Vivienda. Nada dijo, ni antes ni cuando estalló el escándalo. Cuando se filtró que había tenido noticia del hecho a comienzos de mayo, comunicó que había pedido informe al seremi. O sea, al propio suscriptor del convenio sospechoso. ¿Qué esperaba recibir, sino un relato de que todo estaba en regla? ¿Recibió ese informe? ¿Por qué aún no lo conocemos? ¿Y en el mes y medio, qué más hizo fuera de pedir el informe? Si esas preguntas no han tenido ya una buena respuesta, ¿qué hace la subsecretaria aún en su cargo?
Ningún gobierno estará libre de actos de corrupción entre sus huestes. La sociedad estará sana en la medida en que reaccione con escandalizada rabia frente a ellos. Pero lo esencial es si tenemos adecuados controles para evitar que esos actos se concreten; suficiente transparencia para que ellos salgan a la luz; normas eficaces para sancionarlos, y voluntad política para destaparlos y condenarlos.
El Gobierno tiene la responsabilidad de destapar toda la información relevante y luego liderar las medidas correctivas que surjan como lecciones de esta irregularidad. De no pocos de los actos de corrupción en el pasado hemos sacado lecciones y los gobiernos han liderado valiosos impulsos en favor de mayor transparencia y mejor control.
Si no vamos más allá de la justa crítica; si no sacamos las lecciones antes anotadas, la democracia viva, que ya languidece, puede caer aún más enferma. Muchos males amenazan la democracia, pero como esta descansa en el prestigio de su sistema político, la más letal de todas esas amenazas es la corrupción. Con ella no caben medias tintas.