Nadie planificó que el consejero de más edad se llamara Miguel Littin y que, en esa calidad, le correspondiera presidir provisoriamente el Consejo Constitucional. Para muchos, ese nombre evoca viejos e inquietantes fantasmas. Quizá no han reparado en que casi todas sus películas tienen un hilo común: El Chacal de Nahueltoro, La tierra prometida, La viuda de Montiel y tantas otras intentan mostrar la vida desde la perspectiva del débil. Eso solo puede hacerlo una persona particularmente sensible. No es fácil que alguien así sea de temer en un órgano como este.
El hombre que el miércoles pasado habló en la instalación del Consejo Constitucional lo hizo de manera breve y serena; en sus palabras no había recursos retóricos, pero hablaba desde el fondo del alma. Él traía consigo una trayectoria, la del socialismo chileno, donde había luces y sombras, pero en él esa historia ya ha pasado a ser maestra de vida.
Littin hizo referencia a toda nuestra tradición constitucional. No alzó su puño izquierdo, apretado, sino, como Whitman, levantó la mano derecha abierta, en señal de paz. En suma, mostró saber perfectamente lo que estará en juego en estos meses. Al oír las palabras y ver los gestos de ese hombre de ochenta años nos quedó claro que cada uno de nosotros tiene una biografía; sin embargo, carece de sentido quedar atrapados por “pasiones o revanchismos”. Littin supo estar a la altura del presente y en apenas diez minutos hizo que se derrumbara cualquier imagen de caricatura que alguien podía tener de él.
Otro tanto sucedió con Beatriz Hevia, a quien corresponde presidir el Consejo Constitucional, junto con su vicepresidente Aldo Valle. Aparentemente, no había en la sala dos personas más distintas que el socialista Littin y la republicana Hevia. Uno es de Palmilla (Colchagua) y nació en los comienzos de la presidencia de Juan Antonio Ríos, la otra lo hizo medio siglo después, en Osorno, durante el gobierno de Patricio Aylwin. Él es agnóstico, aunque de orígenes ortodoxos; ella luterana.
Sin embargo, cuando esa joven mujer tomó la palabra y comenzó a hablar es probable que los que esperaban encontrarse con una especie de monstruo, esta vez ultraderechista, hayan tragado saliva y admitido que su juicio (o mejor dicho, prejuicio) era equivocado. O que al menos hayan experimentado una desilusión análoga a la que sufrieron los detractores de Littin, porque no encontraron al frente a un enemigo, sino simplemente a una persona que en algunas materias piensa distinto.
Estas dos figuras tienen en común el provenir de inmigrantes: palestinos y griegos en un caso, alemanes en el otro, pero, al mismo tiempo, ambos son completamente chilenos. Ninguno de ellos es fruto de teorías multiculturalistas, más bien nos muestran formas diversas de vivir la chilenidad.
Otro notorio punto en común es que no exhibieron la más mínima arrogancia, aires de superioridad moral o desprecio al pasado. No se trata de quedarse en él, pero aquí nadie siente que está por sobre las generaciones precedentes. “Quien no se reconoce en su abuelo, nunca encontrará su futuro”, dijo Littin citando al escritor mexicano Carlos Fuentes.
Es curioso, porque estos discursos, pronunciados por personas que vienen de mundos políticos completamente diversos, en muchas partes bien podrían ser intercambiables. En efecto, si por una confusión se hubiesen traspapelado los textos y cada uno hubiese leído algunos pasajes del discurso del otro, nos habríamos demorado en advertir que se trataba de un error. Venían de dos mundos distintos, pero dejaron claro que hoy habitan en el mismo país.
Tal vez la diferencia más notoria sea que Hevia se refirió a nuestra crisis económica, política y, sobre todo, social, materia que Littin no tocó en su discurso. Ella no dudó en afirmar que esa crisis integral que nos afecta está precedida por una profunda crisis moral: descomposición de la vida familiar, desprecio de la autoridad y la ley, sumados a la justificación de la violencia. Parecía estar oyendo las palabras de Gonzalo Vial, cuando hace más de veinte años advertía, sin ser atendido, que no podíamos debilitar las bases de la política sin que ella algún día se viniera abajo. Es lo que ha sucedido y ahora nuestra tarea es reconstituirla.
Naturalmente, una Constitución carece de propiedades taumatúrgicas. Sin embargo, el ejercicio que ha comenzado esta semana, que ya tiene antecedentes en el exitoso trabajo de la Comisión Experta, representa una oportunidad privilegiada para la deliberación política, como se ha visto en estos dos importantes discursos. Porque para que haya política y no un conjunto más o menos errático de intrigas de poder es necesario contar con un horizonte de significado. Él está dado por la idea de que la vida democrática no consiste simplemente en un juego de suma cero, donde unos ganan “porque” otros pierden, sino que existe un bien común, una realidad que se llama Chile, y es necesario que nos demos cuenta de que ha llegado la hora de ocuparse de ella.
“En el momento de jurar” —pidió Littin a los consejeros— “pensemos en Chile”. Esta idea, reafirmada por las palabras de Hevia, nos muestra que esta semana quizá haya sucedido algo muy importante. Habrá que ver si las fuerzas políticas lo tienen en cuenta.