Una de las cosas llamativas de la semana, sobre las cuales vale la pena reflexionar, son las reuniones que ha sostenido el Presidente Gabriel Boric con quienes conducen la Sofofa y la CPC. Las reuniones, según se ha dicho, han tenido por objeto incrementar las confianzas, en especial ahora que se ha decidido insistir en la reforma tributaria.
En palabras del presidente de la CPC, se trata de ir “generando las confianzas que tiene que haber entre el Gobierno y el sector privado —subrayó— para ir abordando las necesidades y el desarrollo del país”.
¿Será ese el sentido de esas reuniones?
Ojalá que no.
Puesto que una sociedad moderna y democrática no requiere que exista confianza entre los individuos que ejercen el poder, sea político o empresarial. Si así fuera —es fácil imaginarlo—, la sociedad estaría entregada a vínculos personales, a los lazos subjetivos que fueran capaces de trazar los más influyentes, los que poseen más capital económico o social. Una sociedad bien ordenada, en cambio, no requiere confianza entre quienes poseen el poder o la influencia, sino que requiere confianza hacia las instituciones, lo que es distinto. Confianza hacia las instituciones y las reglas, no hacia las personas. Confianza abstracta, no confianza subjetiva, eso es lo que requiere una sociedad moderna.
Pero si esos encuentros no tuvieron por objeto incrementar la confianza —a pesar de la gestualidad, las sonrisas y los palmoteos algo exagerados del Presidente, que se estiraba para simular familiaridad—, ¿cuál es el sentido de esas reuniones?
Según también se dijo, o se dejó se dijera, esas reuniones, y otras que el ministro de Hacienda sostuvo con los gremios de la CPC, tuvieron por objeto explicar la necesidad de la reforma tributaria que pronto se emprendería.
Pero es inevitable preguntar ¿acaso la reforma tributaria no debe verla el Senado? ¿No es a los representantes a quienes hay que persuadir acerca de las bondades del proyecto? ¿No consistía el fortalecimiento de la democracia en trasladar el diseño de la vida colectiva al Congreso, sacándola de la esfera privada o de los grupos de interés? Creer, o dejar que se crea, que asuntos de esta índole deben contar con la anuencia tácita de los gremios empresariales es equivalente a afirmar que estos últimos —para usar la frase que alguna vez acuñó Adolfo Suárez e hizo famosa en Chile Andrés Allamand— son el verdadero poder, el poder fáctico del que los demás serían apenas una sombra o un reflejo. Si fuera así, si es eso lo que se cree, o lo que se deja creer, se estaría cometiendo un error craso que daña a las instituciones, y también a las empresas, puesto que significaría algo así como creer que una cosa es lo que dicen las normas (que la decisión de los problemas colectivos les corresponde al Congreso y a las fuerzas allí representadas) y otra distinta lo que dice la cruda realidad y el áspero pragmatismo (que quienes están en el Congreso serían teledirigidos o influidos por los gremios) y que entonces a la hora de gobernar hay que atender a estos últimos sacrificando al primero.
Por eso, esto de tener que persuadir o convencer a los gremios de las decisiones legislativas que el Gobierno se ha propuesto adoptar puede ser una muestra de pragmatismo, es cierto; pero de un pragmatismo que al hacer caso omiso de las reglas acaba sacrificándolas. Por supuesto que es necesario conversar con los gremios —nadie debe dudar de algo así—, pero ello ha de tener por objeto divulgar las decisiones legislativas una vez adoptadas, no antes de deliberarlas en el Congreso, no como una parte previa del proceso, dando la impresión de que la mejor manera de que un proyecto se apruebe es obtener un previo nihil obstat del empresariado.
¿Quién puede creer que algo así prestigia al empresariado o le hace bien a la política?
La democracia consiste en que las decisiones que atingen a todos, las decisiones públicas, se adoptan por quienes la ciudadanía ha elegido, los que inspirados por las ideas o puntos de vista que en su momento comunicaron al electorado, deliberan, negocian, llegan a acuerdos y deciden. En eso consiste una democracia representativa. Ello, por supuesto, no se opone a dialogar con los actores sociales; pero ha de hacerse después y no antes de las decisiones porque de otra forma habría en el proceso influencias fuera del control ciudadano, formas de incidir en la vida colectiva que las reglas no admiten, pasillos del poder a los que no todos acceden, confianzas personales que no todos tienen la oportunidad de tejer, familiaridades que nadie puede vigilar.
Ese es exactamente el problema de estas reuniones. Arriesgan las normas, debilitan las instituciones, y transforman, o arriesgan transformar, el salón oficial del Estado en un pasillo privado, lejos del alcance de los ciudadanos y de sus representantes.
Se dirá que es importante dialogar y no cabe duda de ello; pero el diálogo democrático se realiza en público —ese es el sentido del Congreso—, porque esa es la única manera de homenajear el principio que subyace a la democracia: en ella todo lo que no es susceptible de publicidad es en sí mismo injusto.