Cuando se arma un embrollo de la magnitud del que se ha producido con las isapres, es bueno sacar algunas lecciones. Un lío así suele mostrar lo que Carlos Peña ha llamado mala salud institucional. Revisar los defectos que han conducido hasta aquí puede ayudar a no repetirlos.
La historia de la judicialización de las alzas de precio de las isapres es larga y compleja. Partamos solo de noviembre pasado. Para entonces, el sistema judicial se veía agobiado por cientos de miles de recursos formularios que reclamaban por el alza de sus planes. Ello venía de tiempo; la autoridad administrativa se había demorado en reaccionar, las isapres esquivaban sus dictámenes y los legisladores miraban para el techo, evitando definir esos contratos conforme a los principios de la seguridad social o reafirmando el carácter de seguros privados con que fueron revestidos al nacer.
En medio de la inacción de los poderes políticos y del cansancio con los muchos ingresos idénticos, en noviembre, la Corte Suprema tomó cuatro causas cualesquiera, en que cotizantes individuales reclamaban por el alza de sus planes en contra de cuatro isapres, y dictó sendas sentencias idénticas, entre sí, aunque muy atípicas.
Las sentencias tienen dos grandes partes. La primera dispone el precio futuro que se puede cobrar por los planes. Esa parte regula para todos los afiliados. Su lenguaje es inequívocamente general. Ese carácter general es el que ha recibido críticas, a mi juicio, correctas. La democracia —que es más importante que cualquier agobio que le toque padecer a una repartición pública— exige que cada órgano se mantenga en su propia esfera de competencia, y los jueces no tienen la competencia para disponer el precio que deben tener todos los contratos a futuro. La crítica es justa porque el tribunal no llamó a las autoridades concernidas, ni al grueso de los cotizantes a alegar sobre una práctica general. Una sentencia no debe afectar personas sin antes escucharlas. Esa medida general no era lo que estaba en debate en las causas y las sentencias solo deben resolver lo debatido. Por último, es criticable porque medidas generales tienen externalidades que el proceso judicial no tiene aptitud de medir.
Pero el lío mayor no vino con la orden general de los precios futuros. Vino con la de devolver el exceso de lo ya cobrado por las isapres. Esa parte de la sentencia, nótese bien, dispone respecto del precio final “del contrato”. Así, en singular. ¿Cuál contrato singular puede ser ese? No puede entenderse otro que el del recurrente de la causa. Enseguida, y a diferencia de cuando dispone para los precios futuros, al tratar de la devolución de lo excesivamente cobrado, la sentencia no establece quién o quiénes son los beneficiarios de esta orden. Ausente aquello, el intérprete jurídico no puede sino entender que el beneficiario de la devolución es solo la parte que litiga.
Sorprendentemente, la superintendencia comenzó a hacer cálculos de devolución respecto de todos los afiliados, las isapres a anunciar su quiebra y los parlamentarios, ahora sí urgidos, a preparar leyes. Una declaración de la vocera de la Suprema afirmando que la sentencia se aplicaba a todos los beneficiarios aumentó el pánico, como si lo que obligaran fueran las declaraciones públicas y no los fallos. Luego afirmó que la medida se aplicaba a todos quienes han reclamado el alza de sus planes. Tampoco es eso lo que dice la sentencia.
En vez de atenerse a lo que dice la sentencia y hacerse cargo de una vez del problema, legislando, las autoridades corrieron a pedirle a la Corte que aclarara su fallo, optando entre una de las dos opiniones periodísticas. Las autoridades políticas vuelven así a renunciar cumplir las sentencias conforme a su tenor y a su entendimiento de ella. Vuelven a renunciar a sus prerrogativas y acuden una vez más, carentes de toda autoridad, a los jueces a que les solucionen un problema que es suyo.
La Tercera Sala decidió ayer correctamente. Se abstuvo de seguir reemplazando a los políticos en tareas que son de ellos. El fallo no necesita más claridad que la que tiene. Es de esperar que ahora sí las autoridades políticas no olviden el poder que les ha otorgado la ciudadanía, lo ejerzan y legislen. El activismo judicial y la judicialización de la política no nacen espontáneamente de los jueces. Ellos suelen ocupar el espacio que los políticos dejan vacío.