Al Partido Republicano le ha sucedido lo mismo que al Frente Amplio. Le ha caído encima una responsabilidad inmensa, antes de lo que habría previsto. Esto, ciertamente, es un problema, pero a veces es mejor tener problemas que no tenerlos.
No le faltan dificultades a la hora de dar forma a una nueva Constitución; entre ellas, qué hacer con el Estado social de Derecho y cómo enfrentar la cuestión del aborto.
Su molestia con la idea de un Estado social de Derecho es semejante a la que experimenta la izquierda con la idea de un Estado subsidiario. Sin embargo, me parece que este nudo es más aparente que real. Se desata si uno tiene en cuenta que “social” es muy distinto de “socialista”, y “subsidiario” no es lo mismo que “abstencionista”. Ambas formas de adjetivar al Estado –“social” y “subsidiario”– son dos caras de una única moneda. Me explico.
Resulta simplista entender la cuestión como si aquí solo se tratara de dos polos: el Estado y el individuo. La sociedad no es un agregado de existencias aisladas, sino una realidad muy rica, compuesta de familias, clubes, agrupaciones vecinales, iglesias y toda suerte de comunidades diversas. Cuanto más protagonismo tenga la sociedad civil, más rica será nuestra vida común. Quizá la izquierda moderada miraría con otros ojos el principio de subsidiariedad si lo tradujésemos a un lenguaje que pueda entender y hablásemos del “protagonismo de la sociedad civil”.
Por otra parte, el principio de subsidiariedad no tiene un carácter primariamente económico, sino sobre todo político. Él nos da un criterio para defendernos de la tendencia de las agrupaciones más amplias a absorber, suplantar o al menos dejar de lado a las más pequeñas. A la izquierda, que le gusta hablar de “los territorios”, no debería molestarle este papel activo de las comunidades.
Por otra parte, la palabra “subsidiariedad” está estrechamente unida con la expresión latina “subsidium”, que significa ayuda. Un Estado auténticamente subsidiario es la antítesis de uno ausente o mínimo. A él se le exige apoyar a las comunidades, a veces de manera muy activa. Y, por supuesto, no puede permitir que los menos favorecidos queden a la intemperie. ¿Y no es esto lo que se quiere decir cuando se habla de un Estado “social”?
¿Cómo puede ser social un Estado que pretenda controlarlo todo, que no respete los derechos de los padres o mire con desconfianza iniciativas como la Teletón, la Fundación Las Rosas o los Bomberos, por la simple razón de que no son estatales?
En suma, las dos partes en esta discusión dicen cosas importantes. Su falencia está en la forma en que muchas veces han mirado esas realidades. El Estado social no debiera competir con la sociedad civil (ni incomodarse con los espacios de libertad y desigualdad que allí surgen), y la subsidiariedad no debe entenderse de modo meramente económico ni individualista. Las posiciones están llamadas a complementarse. Como un Estado social de Derecho solo puede ser tal cuando le reconoce el protagonismo a la sociedad civil, los republicanos no deberían tener grandes problemas para acoger esta expresión, que figura como una de las bases del acuerdo constitucional.
Por otra parte, me parece que tampoco es un nudo insoluble el problema del aborto. Se dice que los republicanos –y cualquier otro provida– estarían obligados por su ideario a prohibir toda forma de aborto en la futura Constitución: tendrían que elegir entre el suicidio político y la incoherencia.
Pienso que el asunto exige un tratamiento distinto según en un país exista o no el aborto legal. La obligación que pesa sobre cualquier persona decente es la de no hacer algo que considera malo. Aunque para algunos el aborto es aceptable, los provida estamos convencidos de que es malo. Sin embargo, de allí en ningún caso se deriva que uno deba hacer todo lo imaginable para evitar por cualquier medio el conjunto de los males del mundo.
También son relevantes las circunstancias fácticas: en Chile hay una Constitución que asegura el derecho a la vida, pero el Tribunal Constitucional piensa que el aborto en las tres causales no atenta contra ese derecho. Esa es la situación actual. También sabemos que la mayoría de las personas acepta ese tipo de aborto: el intento de imponer un aborto libre fue un factor decisivo en el drástico descenso del apoyo a la Convención.
Alguien que rechace el aborto no puede proponer una norma que empeore la situación actual o consagrar constitucionalmente las tres causales, pero no tiene ninguna obligación de redactar esa norma de manera tal que la entera Constitución sea rechazada por la ciudadanía en diciembre. Aquí hay un margen amplio para la prudencia política, dentro del límite básico que consiste en la prohibición de hacer el mal.
Por supuesto que, por la vía del cambio cultural, se esforzará por impulsar un cambio de sensibilidad y que las leyes gradualmente lo recojan. Pero no tiene sentido pensar que los republicanos están ante un dilema sin solución.
Los dos nudos que enfrentan los republicanos tienen solución, y además no son tan distintos como parecen. Un auténtico provida es aquel que se preocupa de la vida no nacida y, al mismo tiempo, de esas vidas ya nacidas que están marginadas o son invisibles para el Estado y el mercado.