Ernesto Rodríguez Serra, fallecido en septiembre del año pasado, se dio a conocer como un gran formador de universitarios a quienes hizo clases durante más de seis décadas. Era un profesor hipnotizante. A partir de algunas poesías y de ciertas citas precisas, iba adentrando a los alumnos, con entusiasmo, en temas fundamentales del espíritu europeo, en particular sobre literatura y filosofía. Muchos de esos alumnos pasaron a ser sus amigos.
La combinación de un carisma excepcional junto con una extraordinaria cultura y sensibilidad fue sembrando en las distintas universidades y escuelas donde le tocó impartir docencia la tradición del humanismo. El encuentro con su palabra se convertía en una experiencia imborrable, en la que el espíritu crítico, el cultivo de las artes y la reflexión como inseparable de la formación podían resultar estimulados. Tal vez esta trayectoria sobresaliente en la docencia, su enorme capacidad de conversación y la amplia vida en la amistad opacó, en parte, la figura de un escritor dedicado a depurar un pensamiento ejercitado durante muchos años.
La publicación de El distraído, su libro póstumo, viene a acercarnos a esa dimensión menos visible de su multifacética personalidad, la dimensión del escritor.
El proyecto venía gestándose durante décadas, pero fue en los últimos cinco años que tomó su forma definitiva, trabajo en que el autor recibió la paciente ayuda editorial de Daniel Hopenhayn.
El libro es fruto de una vida de lectura, observación y reflexión, adoptando la forma de una antología de fragmentos, algunos poemas y pequeños ensayos. Los fragmentos están reunidos en once capítulos con cierta afinidad temática. La estructura fragmentaria le concede gran atractivo a este libro. Rodríguez tiene un particular talento para acuñar fragmentos con un sello personal en el cual no están ausentes el humor, la paradoja y la ensoñación. Todos poseen una gran capacidad de incitación, evocación y reflexión, abriéndose a numerosas lecturas e interpretaciones. El libro es un verdadero enjambre de significados prontos a esparcirse a través de la lectura.
El libro es muy generoso y rico. El autor no se ha guardado nada. Los principales maestros que influyeron en su pensar son asimilados de un modo esencial y personal y con un giro de gran libertad. También concurre como una protagonista la poesía y su virtud para capturar la condición humana. Y más todavía, también convergen aquí los recuerdos, la música, los jardines, el rugby, el caminar, el cabalgar, el velerismo, la amistad en sus distintas formas, la vida política, la siesta, la fiesta, el amor y las creencias religiosas, entre otros tópicos.
Lo que sorprenderá a cualquier lector es cómo a pesar de esta amalgama diversa de temas y referencias, expuestos de modo fragmentario, el libro forma un todo coherente, firmemente cohesionado gracias a las numerosas y finas conexiones que Rodríguez establece entre los distintos textos. Esta construcción demuestra una habilidad difícil de parangonar en la literatura chilena para trabajar el pensamiento a través del fragmento. Cada uno de esos fragmentos opera de manera autónoma y, a la vez, reclama una interpretación de conjunto.
Un camino para tratar de dilucidar la urdimbre que, sin duda, se extiende bajo esa aparente diversidad es fijarse en aquellos fragmentos que reiteran ciertos tópicos como las redes que se tienden en torno al “resistir” y la “resistencia”, de un lado, y “el distraído” y la “distracción”, del otro.
En ellos, Rodríguez expone lo que sería la estructura paradojal del existir, esto es, la dialéctica de ser la vida una tragedia y, a la vez, afirmar la posibilidad del gozo en medio del dolor. El imperativo ético que se deriva de este principio es la urgencia de desplegar distintas tácticas de resistencia: leer, caminar, sestear, olvidar, escribir, cultivar la amistad y la conversación. El autor se ubica en un punto intermedio, difícil de asir, en los bordes de todo, equidistante de la ilusión de felicidad y orden y el pesimismo del intelecto y la voluntad. El distraído, precisamente, es el individuo que no solo es incapaz de concentrarse en lo que actualmente hace —el que tiene la cabeza en otra parte—, sino también el que habita en lo impropio, que experimenta el mundo como algo extraño, al cual no pertenece, y en cual da pisadas titubeantes, torpes, siempre a contracorriente, cayendo y levantándose una y otra vez. El libro plantea la estilización de esa distracción que deviene de ese modo en una forma cultivada de resistencia. Estas dos redes de significados son ejes que atraviesan otras dimensiones del pensar de Rodríguez, tales como la política, la erótica y la religiosa.
El distraído es un libro único en nuestro panorama literario al cual se une vitalmente con un tono sapiencial, ensayando las posibilidades de afirmar el valor de la vida, incluso en medio de una radical dificultad de vivir.