Lo que es popular hoy pudiera no serlo mañana. Las últimas encuestas muestran una alta aprobación ciudadana a la ministra del Trabajo, Jeanette Jara, siendo la tercera en el ranking de popularidad. Si bien con un moderado nivel de conocimiento, se le ha reconocido por su carácter dialogante y capacidad de sacar adelante su agenda. Su alta aprobación, sin duda, es atribuible a las reformas que está impulsando como, por ejemplo, la reciente aprobación de la reducción de la jornada laboral a 40 horas. Esta iniciativa también es citada como la principal razón para adherir a la gestión del Presidente de la República.
En estos días, el proyecto que la cartera de Trabajo se encuentra empujando es el aumento del salario mínimo, que se deberá pagar a quienes tienen un contrato formal de trabajo. Pero como suele suceder en la política, la alta valoración de un ministro no necesariamente implica que las reformas que esté impulsando se condigan con problemas serios y de fondo, al punto que muchas veces incluso terminen exacerbando y agravando esos problemas hacia el futuro.
Pongamos las cosas en perspectiva centrando la mirada en esa frontera humanamente dramática que separa a los que tienen trabajo de los que están cesantes. Sean populares o no, la realidad es que la combinación de la reciente reducción de la jornada laboral a 40 horas con el aumento del salario mínimo propuesto implica un aumento del costo de contratación cercano al 27%.
Las debilidades de nuestro mercado laboral hace tiempo que son evidentes. Desde antes de la pandemia e incluso previo a perder la capacidad de crecimiento de nuestra economía, la tasa de empleo en Chile se encontraba bastante por debajo del promedio de los países desarrollados que tantas veces se citan como ejemplos a seguir.
Hoy, pospandemia y en un escenario más bien de estancamiento económico para los próximos años, nuestra tasa de empleo se ubica muy por debajo del promedio de la OCDE —62% versus 70%—, situándonos en los últimos lugares de la tabla. Ello por sí solo implica un desafío importante para quienes deben dirigir nuestra política económica y laboral. Tan solo para llegar a tener la tasa promedio de empleo de los países de la OCDE, necesitamos crear 1.300.000 nuevos empleos, lo que implica un aumento de casi un 15% en relación a nuestra realidad actual.
Por ello, además de la necesidad de recuperar la capacidad crecimiento de nuestra economía, se requiere que este crecimiento genere empleos. Desde las autoridades económicas se requieren políticas que efectivamente faciliten y permitan el desarrollo del sector privado. Recordemos que solo el 6% del empleo corresponde a la administración pública y a defensa. En consecuencia, no solo se requiere de una política económica que propicie un ambiente favorable al desarrollo del sector privado, sino que también se requieren políticas laborales que al menos no desincentiven la contratación de nuevos trabajadores.
Los recientes anuncios y posteriores negociaciones por parte del Gobierno para aumentar el salario mínimo legal generan dudas en cuanto a si ello finalmente termine por debilitar la creación de nuevos puestos de trabajo formales. En efecto, la meta del Gobierno es aumentar el salario mínimo de los actuales $410.000 a $500.000 a julio del 2024, lo que significa un aumento del 22%. Ello se traduciría en que el salario mínimo sería cerca de un 90% del salario mediano de nuestra economía y sería el segundo más alto entre los países de la OCDE. No está de más recordar que desde el año 2017 a la fecha el salario mínimo ha crecido en términos reales sobre un 17%, pero la productividad apenas un 3%.
Aumentar por ley el salario mínimo y reducir las horas trabajadas es fácil y, por lo que reflejan las encuestas, también popular. Lo difícil es que ello no genere mayor informalidad o derechamente desempleo. Lo anterior es particularmente grave cuando se siguen postergando reformas de innegable urgencia, aunque probablemente menos “populares” que las que nos llevaron al estancamiento en la capacidad de permitir cruzar esa frontera de dignidad que es pasar de la cesantía al empleo.