Uno de los fenómenos culturales más notables de nuestro tiempo es la facilidad con que se rechaza al inmigrante. Es verdad que muchos de ellos muestran una conducta que parece diseñada para que no se les admita; pero la mayor parte, la gigantesca mayoría, no son sino personas, hombres, mujeres, niños, que escapan de alguno de los paraísos que a algún gobernante tonto, ignorante y afiebrado —tontera, ignorancia y fiebre en iguales porciones— se le ha ocurrido construir. Esas personas huyen del hambre, la violencia o la desgracia.
¿Por qué entonces se les quiere rechazar como parias, como infectados, como apestosos, como pestilentes? ¿Por qué se olvida tan rápido eso de tuve hambre y me diste de comer, fui forastero y me hospedaste, o la lección del buen samaritano, que cuida a un judío, un integrante de una etnia rival?
Hay varias razones y reflexionar sobre ellas podría ayudar a cambiar de actitud. No resolver el problema, que lo hay, sino al menos cambiar de actitud. Descontemos el sencillo argumento de la congestión que acaba de formular el canciller (algo así como “ya estamos copados”) y detengámonos en otras causas.
Desde luego y como observa Simmel (quien padeció la experiencia, pues siendo judío se le exilió de la academia), nadie es extranjero o inmigrante en sí mismo, siempre se es extranjero o inmigrante para otros; no es una cualidad intrínseca a la personalidad, sino una cualidad atribuida. La pregunta entonces es, ¿bajo qué condiciones se sindica al otro como extraño y se le aparta o, como está ocurriendo en Chile, se le estigmatiza?
Una explicación (parcial, pero verdadera en muchos casos) se encuentra en el cuento “La Pachacha”, de Rafael Maluenda. En ese cuento, una gallina pobre y rústica es puesta en un gallinero fino y elegante. Es recibida a picotazos, pero luego de un tiempo se la acoge y se integra, adquiere incluso el comportamiento de aquellas que al inicio la picoteaban. Más tarde, una nueva gallina pobre y rústica es puesta en el gallinero. Y la primera que la ataca, la picotea y la golpea con sus alas, es aquella otra gallina, la Pachacha, que tiempo atrás había sido puesta en el corral. La situación no es muy distinta a la que ocurre socialmente. Buena parte de nuestras mejores fortunas, o los sectores burgueses y profesionales, tienen en los inicios de su genealogía a un emigrante, casi siempre descalzo; pero parecen haberlo olvidado y adquirido muy rápido el comportamiento de la Pachacha.
Otra explicación (que bien mirada coincide con la anterior) es psicoanalítica. En un texto del año 1927, Freud (que fue también emigrante) observa que los seres humanos tendemos a odiar más y a rechazar con mayor virulencia a quienes más se nos parecen, a los que son más cercanos. Las raíces de la antipatía social se encontraría más en las similitudes que en las diferencias. Freud llama a ese fenómeno el “narcisismo de las pequeñas diferencias”. En realidad, sugiere Freud, exageramos la diferencia para encubrir esa similitud que no nos gusta. La experiencia parece mostrar la tesis. Los conflictos entre hutus y tutsis en Ruanda; el odio a los judíos europeos en la Alemania nazi; la guerra de los Balcanes entre serbios, croatas y musulmanes, etcétera, son ejemplos de odios entre quienes hay profundas similitudes, una muestra de que lo que Freud llama narcisismo transforma las similitudes en diferencias. ¿Por qué no nos molesta el inmigrante europeo, pero sí el latinoamericano? Son demasiado parecidos a ustedes, nos diría Freud. Y es que en el mundo del narcisismo, los otros son réplicas que nos roban nuestra esencia.
Hay ahí una explicación de por qué acogemos con mayor entusiasmo a quienes son rubios y altos, que a quienes son morenos y bajos; a quienes hablan inglés, pero no a quienes se dan a entender en quechua. Estos últimos son demasiado parecidos a nosotros. Otras corrientes del psicoanálisis explican que cada uno construye su identidad por el reflejo de sí mismo (lo que Lacan llamaba el estadio del espejo), de manera que la pequeña diferencia, esa que nos dice que somos nosotros solo que levemente distintos, desata una fantasía paranoica, persecutoria.
El problema de todo esto —lo peligroso— es que en un momento de dificultades económicas y de inflación, es muy fácil que el narcisismo de las pequeñas diferencias se transforme en rechazo violento y convierta a esos otros (que, bien mirados, somos también nosotros) en un chivo expiatorio de los males y dificultades que nos aquejan, desde la criminalidad hasta la inflación.
Entonces sería el caso de la Pachacha que imagina Rafael Maluenda: la recién llegada era demasiado parecida a ella como para aceptarla y por eso era mejor exagerar la pequeña diferencia, hasta que fuera imposible reconocerse en su figura. Y así se acabó queriendo arrojarla violentamente del gallinero, a picotazos.