El Presidente Boric se ha equivocado muchas veces, especialmente antes de ser Presidente; pero en ocasiones acierta.
Y acaba de ocurrir una de esas ocasiones.
Se trata de la discrepancia, más o menos soterrada, que ha mantenido con Lautaro Carmona, secretario general del Partido Comunista. Este último, con un fraseo más o menos confuso, acusó una especie de contradicción en la conducta presidencial de esta semana. La contradicción se habría configurado porque el Presidente fue a la escuela de Carabineros el día en que se conmemoraba el asesinato de varios dirigentes comunistas por parte de carabineros y, más tarde, al sitio de memoria donde este último se recordaba.
La contradicción, en efecto, parece flagrante: ¿cómo el Presidente, pareció pensar Carmona, asiste a la institución de Carabineros el mismo día en que algunos de sus miembros asesinaron a miembros del partido?
Pero no lo es. No hay contradicción alguna.
Porque el Presidente, cuando fue a la Escuela de Suboficiales de Carabineros en el momento previo a que estos últimos salieran a patrullar las calles, lo hizo para manifestar ante ellos que el control del orden público debía compatibilizarse con el respeto irrestricto a los derechos humanos. Y cuando asistió al memorial del asesinato de los dirigentes comunistas lo hizo para subrayar que ellos eran víctimas del abandono de ese deber que un grupo de carabineros, durante la dictadura, ejecutó.
Como se ve, salvo que se maneje una idea de contradicción totalmente idiosincrásica, puramente individual, una idea tonta o absurda o mañosa o confusa, entre ambos actos no existe contradicción alguna.
Por el contrario, lo que esos actos presidenciales hacen es simplemente recordar el deber y el desafío, que está en el centro del Estado de Derecho y en el que, es de esperar, Lautaro Carmona esté plenamente de acuerdo: para conferir seguridad se debe ejercer la fuerza contra los ciudadanos y, al mismo tiempo, respetar escrupulosamente los derechos de que estos últimos disponen y de los que son titulares. ¿Es un desafío complicado? Desde luego, pero en el compromiso explícito de estar a su altura radica toda la dignidad del Estado democrático: ejercer la fuerza y, a la vez, respetar en todos sus pormenores los derechos de los ciudadanos.
Y vale la pena recordar eso en estos días en que todos parecen anhelar reducir las garantías y subir las penas como remedio a la inseguridad que se padece. Y ahí radica el valor de lo que acaba de decir el Presidente (su único defecto es que lo dijo en un tuit).
Sí, es verdad: a veces los ciudadanos, agobiados por el incremento de los delitos, anhelan que los delincuentes no tengan derechos y desean que, simplemente, se les castigue sin más trámite. Pero quienes así piensan debieran reparar en el hecho de que la categoría de delincuente, o de infractor de la ley, no existe antes de que un tribunal lo establezca. Ser delincuente no es una categoría social que pueda identificarse con prescindencia de una deliberación judicial —como si ser delincuente fuera igual al color de la piel o a los marcadores de clase—, sino que es resultado del proceso judicial. Siendo así, ¿cómo pretender que se castigue a los delincuentes con prontitud y con prescindencia de la sentencia de un juez imparcial? No es posible. Antes de la sentencia el delincuente no existe. Él existe una vez que un tribunal lo declara. Por eso, bien mirado, pretender que los delincuentes sean castigados con premura y sin dilación equivale a renunciar anticipadamente a los derechos propios y los de nuestros hijos, puesto que nadie puede, ex ante, aseverar que no infringirá la ley o cometerá delito, o tendrá la apariencia de haberlo hecho, o será acusado de hacerlo.
Por eso puede afirmarse que, en el fondo, en el espíritu de Carmona, que ve en Carabineros a delincuentes que no merecen el reconocimiento, y en la ciudadanía agobiada, que cree que los delincuentes son una categoría social que no tiene derechos, hay una rara coincidencia: ambos, por distintas razones, abdican de los principios de un Estado liberal.
La única diferencia es el motivo de esa renuncia: en el caso de Lautaro Carmona es un recuerdo luctuoso, y en el caso de la ciudadanía agobiada, el miedo. Pero un Estado liberal de derecho no puede ceder —¡bien, Presidente Boric!— ni al recuerdo ni al miedo.