En este libro viene una antología de las obras anteriores de Felipe Moncada (Quellón, 1973) y un contundente aporte de inéditos. Es contundente no solo por la cantidad, sino por la calidad de los nuevos versos. De la lectura de Ofrendas al viento y su óxido se puede percibir a partir de la publicación del libro Migratorio (2018) un marcado distanciamiento ante el lenguaje de la realidad en sus formas más miméticas, aunque es una tendencia que ya aparecía antes.
El poeta parece captar que para ir en busca de las cosas en su singularidad se requiere de un lenguaje no referencial en sus figuras más lineales sino, en cambio, de un lenguaje que se desplaza hacia imágenes complejas, difíciles de representar y con valor simbólico fuerte. Hay una distancia, dentro de un mismo tono, por ejemplo, entre “Salamandras”: “La magia en la forma de músico ciego/ alborota desde un muro/ con acordes que parecen de tango.// El terror en la forma de payaso/ amedrenta desde el pasillo de una micro/ con una voz que parece de sangre.// El misterio en la forma de gitana/ canta en medio de la calle/ con un aparato para predicar el Apocalipsis”(2003) y “Trazo”: “Ese lápiz carpintero/ con manchas de pintura/ que a medio usar dejó el abuelo/ sirve hoy al nieto/ para marcar las tablas del refugio./ Una brujería/ para invocar el humo de mayo/ para caer en su vino terrestre/ turbia humedad de alacranes” (2022). En el primero, un bello poema, sin duda, se vislumbran las figuras de lo real que vibran detrás de los versos. La experiencia estética fundante del poetizar está dotada de un perfil claro y en este se advierte la correspondencia que establece el espíritu entre tres fenómenos muy dispares que comparecen bajo la única forma de una salamandra. En el segundo poema, aquella vibración se ha apoderado de los versos y los hace moverse desde ella misma, provocando una impasible perturbación.
El segundo poema cierra con ese magnífico verso —“turbia humedad de alacranes”— una secuencia de versos de gran concreción y dinamismo. El que viene a contrariar la invocación del aprendiz de brujo de su maestro, su abuelo, y la feliz cosecha (“para invocar el humo de mayo”. “Para caer en su vino terrestre”), todo eso concluyendo en “la turbia humedad de alacranes”, un residuo corporal tan próximo a la descomposición. Verso que lo conecta, sin duda, con el “¿Oís pudrirse los duraznos en el granero…”, de Eduardo Anguita.
El tiempo y la muerte comparecen, en efecto, como la carcoma del óxido, en la poesía de Moncada, en sus distintas formas: muerte física, desamor, destrucción de la naturaleza, corrupción, pobreza, soledad, muchísima soledad.
En otro poema excelente de los inéditos, “Gesto”, dice: “Cuando desafina/ la cuerda quinta de la guitarra./ Cuando se parte la rama/ con el peso de la nieve,/ cuando el piso de tablas/ desconoce al intruso./ El silencio hiere sus mitades.//Cuando un temblor tumba el adobe de las vigas,/ cuando la termita/ quema su música de hambre,/ cuando el prisionero/ va cojeando en el pasillo./ La madera tuerce su gesto”.
En los versos de su última época, aquellos en que se advierte nítidamente una maduración en el ritmo, la belleza y complejidad de las imágenes, queda flotando una demandante radiación indefinida y abierta de los sentidos, un temblor, que es como el sonar de una cuerda al aire límpido.
Los versos, como se advertirá, son de muy buena factura, con un buen oído para el ritmo y la melodía de la poetización, apoyados en las huellas de una sensibilidad sureña, pueblerina y casi rural, y de otra urbana, de valle central, provinciana. Habría que hablar también del papel literario en la geografía poética de Moncada del lugar que ocupa la montaña, una montaña que es contemplada, recorrida y acompañada. Están la casa y el refugio como dos polos, a los que hay que añadir ese grupo oscilante que son los amigos poetas del autor. En todo este poemario se dan viajes y migraciones, una inquietud que se trasluce por estos versos, pero sin alterar las vigas de la escritura, la que el autor sostiene sólidamente. La poesía tiende a operar sobre imágenes que se yuxtaponen en un mosaico, más que una sincronía o diacronía en complicidad espacial que se advierte, como ocurre en los dos primeros poemas, gracias a la enumeración de objetos.
¿Qué acaece cuando la guitarra desafina o cuando el prisionero va cojeando en el pasillo? ¿En qué consiste este “el silencio hiere sus mitades” o “la madera tuerce su gesto”?
Moncada es un autor que conviene leer con detención en lo que ha hecho y en lo que viene haciendo, un autor que ya tiene una obra no menor al lado suyo. Este libro es mucho más que una antología, es la presentación de un poeta en movimiento.